jueves, 22 de enero de 2009

MIS PRIMERO AÑOS


Nací en Lima, capital del Perú, un jueves 9 de Mayo del año 1957, a las 11 horas y 05 minutos de la noche, en la clínica Maison de Santé; en medio de las alegrías y preocupaciones de una familia que veía llegar a su cuarto vástago.

Mis padres se llaman Rafael y Genova y los nombres de mis hermanos son, Marcia, Rafael, Eduardo y Patricia. Mi nombre completo es Pedro Pablo Gregorio Enrique Yrivarren Fallaque.

Siempre hay alguien que se sorprende al saber que tengo cuatro nombres, y cuando me preguntan del porqué de tantos nombres, comienzo por decirles que era usual en esa época; y que generalmente cada uno de ellos iba acompañado a un motivo o tenía una significancia. En mi caso, por ejemplo, Pedro Pablo, se debió a la gran admiración que tenía mi padre, por el pintor flamenco Rubens; Gregorio en honor al Santo, que se celebra, el día que nací; y Enrique, por ser el nombre de mi padrino, esposo de María de la Encarnación, hermana de papá, a la que cariñosamente le llamamos Cachito.

Mis primeros recuerdos, aparecen cuando tenía entre tres y cinco años, cuando acostumbraba levantarme muy temprano para anticiparme a la salida de papá a la oficina. Siempre me dirigía a su habitación para estar algunos minutos con él; mis padres, solían escuchar a esa hora, las noticias en "Radio Reloj", así como también música, que generalmente eran huaynos o boleros.

En aquel tiempo, no podía intuir, lo inoportuno que podrían ser para mis padres, mis visitas matutinas, y no pocas veces, al recibir sus quejas y negarme volver a la cama, lloraba y me escondía bajo su cama. Recuerdo que mi padre, empezaba así cada mañana, con juegos para conmigo, dejando caer su mano y esperando pacientemente, que me acerque a tomarla, para luego, reconciliado, recibir sus caricias. En la infancia uno vive un mundo ideal, donde el tiempo parece no pasar y donde para tener seguridad sólo basta con estar al lado de los padres.

Los recuerdos de mis primeros años de vida, están como en brumas, que se despejan, en ocasiones, en conversaciones familiares, las cuales, traen remembranzas de hechos lejanos. Desde niño, tuve una gran sensibilidad en la percepción de las cosas, especialmente en cuanto a la observación y medida de la justicia, que se acrecentó con los años, y formó en mí, un temperamento crítico.

Un ejemplo de éste espíritu de denuncia, se manifestó cuando no había cumplido aún los cinco años de edad; cuando le dije a la abuela Josefina, "cuatro verdades", respecto a su comportamiento para con nosotros. Esto sucedió, cuando mi paciencia llegó a su límite y descargué contra ella un sentimiento reprimido. Le dije exacta y directamente, lo que antes, nadie se había atrevido decirle. Ese día le dije literalmente: "Tú mandas en la televisión, en el teléfono, en la mesa, en los sillones, en los vasos grandes, en la fruta... por eso, tú eres una maldita”. Cuenta la tía Chela, hermana de mamá, que mi padre, al enterarse de lo que le dije a su madre quiso pegarme; pero como siempre lo hacía, ante un peligro inminente, me escondí debajo de un mueble.

Decirle aquel atrevimiento a la abuela, me hizo contradictoriamente, ganar el respeto y amor de ella. Siempre, contó lo sucedido; tanto a su familia como a sus amistades, como algo muy especial. La ocurrencia de su nieto le había causado mucha impresión, y a la vez, decía sorprendida, por mí; que iba a lograr ser algo importante en el futuro, pues le parecía que era muy inteligente.

La valentía en decir las cosas si es utilizada con moderación y prudencia, puede ser una virtud útil. En cambio si al decir la verdad, no contamos con una autorregulación, y llegamos a excedernos, puede ser todo lo contrario. La prudencia, en el obrar y decir, debe ser el punto de equilibrio, para establecer relaciones armoniosas. Saber decir las cosas, y saber cómo y cuándo decirlas, es fundamental en la vida.

En 1963, en la casa de mis tíos Cachito y Enrique, cuando vivían en Monterrico, celebramos los 80 años de vida de la abuela Josefina. Allí estuvo reunida toda la familia, que para ese entonces ya era bastante numerosa. Estuvieron presentes todos sus hijos aquel día. De igual manera estuvimos presentes, gran parte, de los sobrinos y nietos. Era impresionante verla sentada en su sillón, al lado de todos los regalos que había recibido.



Esta celebración, marcó todo un hito en la familia, pues se habló siempre de ella. Pareciera como si el tiempo se hubiese detenido, aguardando tener otra ocasión igual, que lamentablemente nunca llegó en igual medida; y es que a decir verdad, nuestra familia como muchas familias, sólo acostumbran a reunirse cuando se celebra algún matrimonio, o lo que es más triste, en algún velorio. Tal es el crecimiento del árbol familiar, que cada vez se hace más difícil reunir a las personas, unas veces, porque cada vez estamos más lejos.

Cuentan que cuando yo tenía algunos meses de nacido, mis padres me llevaban, algunos fines de semana, a la casa que alquilaban en Chaclacayo, Enrique y Cachito. Mis padres y tíos, para distraerse, solían jugar a los naipes en las noches. Distracción, cuando lloraba, que a veces se veía interrumpida, porque tenían que turnarse para mecer el coche al pie de la mesa de juego.

La costumbre de llorar, natural en los primeros años de vida, la conservé algún tiempo después. Conforme fui creciendo, lo hice más reservadamente. Muchas veces, de niño, corrí al último cuarto de la casa para esconderme y desahogarme bajo la cama; allí permanecía, hasta que alguien fuera a consolarme. Recuerdo que un día en que había sido castigado injustamente, la abuela, fue a buscarme a éste cuarto, y casi no lo podía creer, porque nunca antes había visto que lo haya hecho con nadie; y también, porque de alguna manera sentí su protección y aprecio. Ella, como lo hacía mi padre, esperó pacientemente, extendiendo su mano para que me acerque, y así salga, lentamente del escondite.

Hubo una ocasión, en que dormido en un sillón de la sala, lloraba desconsoladamente, sin aparente razón, a tal punto que tuvieron que despertarme y para sorpresa, se supo allí, que el cierre de mi pantalón me estaba pellizcando el prepucio, lo cual causó mucha hilaridad en la familia.

No puedo olvidar tampoco, una travesura, que le hice a mi hermano Eduardo, cuando al verme con el cabello bien cortado, me preguntó ¿hermano, quién te ha cortado el pelo? Le respondí: "Yo mismo, que soy un experto peluquero". Él me dijo: "córtame hermano". Luego de sentarlo en una silla y hacer las veces de peluquero terminé mi trabajo, cuando al verse con un hueco notorio en la cabeza, me dijo: "hermano que me has hecho". Mi madre al verlo lo envió de inmediato a la peluquería, para que le arreglen el "corte". Recuerdo otra vez, que fui sólo, a la peluquería, y sin preguntarle a nadie, me hice cortar todo el cabello; luego de lo cual, no me quedaban muchas ganas para ir al colegio.

Eduardo, desde niño, fue muy bueno. Una vez, para salvarme de la paliza de mi madre, por haber roto el fondo del cajón de una cómoda de nuestro dormitorio, le pedí que dijera a mamá, que fue él quien lo había hecho. Y así lo hizo, recibiendo la reprimenda de mi madre. Lo cierto es, que el castigo me duró a mí más que a él, pues siempre llevé el cargo de conciencia por lo sucedido y la paliza que le cayó.

Mi madre, era quien se encargaba de corregirnos, y para ello no dudaba en darnos un manotazo, o un grito fuerte. Si osábamos correr para escaparnos, teníamos que esquivar el vuelo, de su bien direccionado zapato. La verdad que mamá, en ocasiones, inspiraba mucho respeto y temor; pocas veces, dejaba pasar alguna travesura nuestra, sin el castigo correspondiente.

Como era costumbre, tuvimos algunas empleadas, al servicio de nuestro hogar. En mi infancia recuerdo a Dominga, Berta, Armencia; y posteriormente, a Felicita y Dora, de las que tenemos un grato recuerdo. Con especial afecto recuerdo a Armencia, que se encargaba de la cocina. Me gustaba verla cocinar y le acompañaba y le ayudaba en sus labores. Ella me enseñó a lavar y secar platos. También cantaba con ella los boleros de la época, que escuchábamos en la radio. En especial, me gustaba cantar la canción mexicana, llamada "Cielito Lindo".

Era práctica común en aquellos días, matar y limpiar, pollos, pavos y otras aves en casa. Armencia era una cocinera experta, y más de una vez la vi cumplir cabalmente esta misión. Recuerdo la vez cuando se emborrachó a un pavo con el objeto de ser beneficiado. Fue grande nuestra sorpresa cuando luego de cortarle la cabeza al animal; éste se levantó y caminó sin dirección, y sin cabeza, varios minutos por la cocina, que era amplia.

En ocasiones Armencia me engreía mucho y me compraba, algo que me gustaba, como frutas, golosinas y a veces los sabrosos anticuchos. Ella era del departamento de Cajamarca, en la sierra norte del país. Su familia era bien instruida y se ayudaban mucho entre sí. Qué triste fue para mí saber que se alejaba de casa por su matrimonio. Este se realizó en Lima e invitaron a nuestra familia. Luego de la ceremonia, nos tomamos algunas fotografías en casa de los felices novios.

Posteriormente, nos visitó muy pocas veces. La última vez, lo hizo para presentarnos a sus dos hijas, que tenían lindos ojos claros. Nosotros ya nos habíamos mudado a la casa de la calle coronel Inclán. Ese día, al llegar del trabajo, al verlas en casa, me mostré algo frío. Había pasado mucho tiempo desde que se había casado, y ya había olvidado el dolor de su partida, y el cariño que le tuve antes, ya no era el mismo.

Fui bautizado en la religión Cristiana Católica, el 14 de mayo de 1957. Me fueron enseñadas, en casa, las oraciones principales, y mi madre acostumbraba rezarlas con nosotros antes de dormir. De niños teníamos en nuestro cuarto, frente a nuestras camas un crucifijo que brillaba al apagarse la luz. Ante él recé e hice mis primeras súplicas y oraciones.

Posteriormente recibí, los sacramentos propios de nuestra religión, tales como la Primera Comunión y la Confirmación, durante el tiempo que estudié en el colegio Champagnat, de la orden de los Hermanos Maristas, en Miraflores. Mi Primera Comunión, la realicé un 8 de Septiembre de 1965, en la Iglesia de la Virgen Milagrosa, situada en el Parque central del distrito. Lucía un impecable uniforme. Un terno con chaleco, todo blanco, al igual que la camisa y zapatos. Llevaba en la mano un rosario blanco bien sujeto, para que no se me rompa y llore, como le sucedió a mi hermano Eduardo, el día de su primera comunión.

Ese día fue muy bonito. Estuve acompañado por familiares y amigos. Marcia, y Yolvi, que eran enamorados; me llevaron luego de la ceremonia y el tradicional desayuno en nuestro colegio, a la playa la Herradura, donde nos tomamos fotos. También visité, a algunos parientes, como era costumbre. En la tarde fui invitado a la casa de Alberto de las Casas, compañero de mi colegio, que celebraba su cumpleaños. Una anécdota que no puedo olvidar, es que fui el único de los compañeros del colegio, en asistir con el traje de Primera Comunión. La verdad que resultó ser algo incómodo para mí. En otra oportunidad volvió a mi mente, este mismo sentimiento, cuando asistí a una fiesta de disfraces, vestido de marinero, y donde no me sentí a gusto.

Mis padres se educaron en instituciones católicas. Mi madre estudió en el colegio María Auxiliadora de Lima y luego en Huancayo; mi padre en La Inmaculada de Lima. Como les sucedía a muchas de las mujeres de esa época, mamá abandonó los estudios al concluir su educación primaria, cuando tenía 14 años; el fallecimiento de su papá en 1936, cuando él, contaba con sólo 42 años de edad, la obligó a ayudar a su madre en el cuidado de sus hermanos, que en ese entonces eran 6 y pequeños. Papá, tampoco pudo terminar sus dos últimos años de secundaria, porque en el año 1935, falleció su padre de cáncer y su familia atravesó desde entonces una mala situación económica. Con el fin de afrontar esta dificultad, él y sus hermanos varones, Miguel y Luis, se trasladaron a la ciudad de Huancayo para obtener algunos ingresos. Trabajó como periodista en "La Voz de Huancayo", donde anteriormente su padre y literato, Juan Luis Yrivarren de la Puente, había colaborado en la edición de este diario.

En Huancayo papá conoció a mamá. Se enamoró de ella y se casaron en 1942. Posteriormente, retornaron a Lima en 1946, al año siguiente que naciera mi hermana Marcia. Aquí se establecieron y vivieron con la familia de papá. En sus primeros años de vida matrimonial tuvieron muchas dificultades. Mamá enfermó de tuberculosis, antes de su matrimonio, y el paciente cuidado de los médicos, más la dedicación y preocupación de papá, le dieron fuerzas para vivir. Cuando parecía que no sobreviviría, fue traída a Lima y contra todos los pronósticos de los médicos que la atendían, se restableció.

Papá tampoco estuvo ajeno a las enfermedades y poco tiempo después de haberse casado estuvo a punto de morir. Sufrió una perforación de los intestinos, que debía ser mortal en aquellos días, por las limitaciones de la medicina de ese entonces. Quiso el destino que permaneciera junto a mamá, pues él también se recuperó milagrosamente, luego que le fueron aplicadas las primeras dosis de una clase de antibióticos que se usaron por primera vez en Lima.

Mi padre desarrolló cualidades y valores morales notables. Su constante búsqueda de la perfección y superación se tradujo en su buen carácter. Por ello, era consultado siempre, por sus hermanos, familiares y amigos. Su prédica era el ejemplo. Tenía el don de la prudencia y serenidad, lo cual le llevaba a tomar decisiones oportunas y adecuadas. Con mamá se preocuparon en darnos una buena formación. Siempre que podían, participaban con nosotros de la Misa de los Domingos y nos apoyaban en el desarrollo de nuestras inquietudes. Eduardo, nacido en 1955, participaba como acólito en las misas que se celebraban en la Iglesia de Fátima en Miraflores. Rafael nacido en 1951, ingresó al Juniorado en la Villa de los Hermanos Maristas en el valle de Santa Eulalia, en Chosica, mientras cursaba educación secundaria. Marcia fue invitada a seguir la vida religiosa al salir del colegio aunque no aceptó.

A Rafael lo visitábamos en la Villa Marista, un sábado de cada mes. Mis padres mostraban mucho agrado por la educación y actividades que allí recibía. Para nosotros los días de visita eran muy bonitos. Eran días de unión para nuestra familia, jugábamos, comíamos, y disfrutábamos de un día pleno, de sol y alegría, con las familias de los otros juniores. Recuerdo una travesura de mi hermana Patricia, en esos días, aunque era muy pequeña, en una actividad que se realizó en la villa Marista, con la colaboración de otros juniores, como Borea, se divertían, llenando los restos de gaseosas y completando nuevas para servir. Alguna vez, mientras estudiaba, pensé seguir los pasos de Rafael. Con el tiempo mi hermano desistió en sus intenciones, y las mías poco a poco se fueron diluyendo.

Cultivé una gran amistad con Ricardo Company Agramonte, quien nació en Julio del año 1957. Él con su hermana Carmen y sus padres Ricardo y Reneé, vivían en el primer piso, justo debajo de donde yo vivía. Ellos, en un principio vivían con la familia de la madre de René, llamada Antonieta y su esposo César. Vivíamos en el distrito de Miraflores, en la calle José González, en el número 751. Hacia el año 1964 se mudó al barrio, la familia Díaz Ortiz. El señor José Antonio y su esposa Violeta tenían una casa muy grande, con un amplio jardín, donde hoy en día se levanta un gran edificio. Sus hijos, José Antonio, Juan Carlos, Víctor, Aracelli y Miguel, eran nuestros amigos. Pasábamos muchas horas jugando y divirtiéndonos, hasta que llegaba literalmente la noche. Con quien tenía mayor afinidad, por ser más contemporáneo era Víctor.

Hugo Eléspuru Zapatero también formaba parte de este pequeño grupo de amigos. Él vivía en la calle La Paz, muy cerca de nosotros y era algunos años menor.



Patricia mi hermana, no participaba mayormente de los juegos con nosotros pues éramos cuatro años menores; y tanto a ella, como a Aracelli, las fastidiábamos, aprovechándonos de la inocencia propia de su edad y la picardía de la nuestra.

Vivíamos en un barrio residencial típico, poco poblado; donde los parques y las flores recreaban a la distinguida gente que lo habitaba, y donde los niños jugábamos libremente sin las preocupaciones que hoy en día se presentan. Era muy común para nosotros, caminar o pasear solos por el barrio, a muy corta edad; también, montar bicicleta, por largas horas, e ir adonde quisiéramos. En las calles, jugábamos al "combate", lo cual requería, de todo el material posible que simule estar en una imaginaria guerra. Usábamos cascos, cantimploras, armas, y camuflaje adecuado. Era necesario un buen estado físico para recorrer las calles buscando a los del bando contrario y no ser atrapado. También nos gustaba jugar a "ladrones y celadores", a las escondidas, a "las estatuas", y otros juegos que se presentaban en cada época.

Mi principal afición dentro de la casa era jugar con soldados. Tenía una gran colección de soldados, tanto metálicos como de plástico. Muchas guerras se celebraron en los campos de batalla de mi imaginación. La fantasía, se retroalimentaba, con los relatos de la no lejana Segunda Guerra Mundial y las películas y series que veíamos en televisión. Un buen día, mi hermano mayor, decidió regalar mi colección, aduciendo que ya no debía jugar con ellos, cosa que me molestó y entristeció mucho.

Tener carros en miniatura, y jugar con ellos, era también un pasatiempo común. Mis amigos tenían una buena colección de ellos. Cada día, organizábamos carreras de carros. Estas consistían, en lanzar el carrito por el carril delgado de la acera, contigua a la pista. Uno podía avanzar y adelantar a otro, pero debía tener cuidado en no caer a la pista, porque sino, su carro retrocedía al lugar desde donde lo lanzó.

En casa también era costumbre rodarnos sentados las escaleras. Muchas veces lo hacíamos en parejas para ver quien llegaba primero al primer escalón. Las gradas eran de madera y los continuos golpes en las asentaderas preocupaban a nuestros mayores, por las consecuencias que éste juego, podría traernos en el futuro.



En casa había un balcón que daba a la calle, el cual tenía pequeñas columnas por donde apenas pasaba la diminuta cabeza de un niño. Más de uno nos dimos un gran susto al quedar atrapados por algunos minutos. Desde allí, también jugábamos a los "espías", para ello cubríamos el balcón con lo que podíamos; sábanas, frazadas o cubrecamas y nos dedicábamos a observar quien pasaba por la acera, pensando que nadie nos veía.

En estos días de la temprana infancia, no era necesario ser invitado con anticipación para almorzar en la casa de un amigo. La situación económica parecía no preocupar a nuestros padres. Además existía mucha confianza entre nosotros, hasta el punto de poder preguntar qué plato se serviría en la mesa, donde uno iba a ser invitado, para decidir si uno quería quedarse. Las comidas eran muy bien servidas y era común, el desayuno, almuerzo, lonche y comida. Por un tiempo, nos repartían, a la casa, leche de establo en "porongos", que contenían varios litros de leche. Alguna vez vi preparar tanto queso como mantequilla, con la nata de la leche.

Durante el almuerzo se servía primero una entrada, luego la sopa, el segundo o plato fuerte y por último una fruta o a veces algún postre. En la noche se volvía a comer, pero siempre, la comida era diferente a la del almuerzo. Entre el almuerzo y la comida se podía tomar lonche, que era similar al desayuno. Por el número de personas en casa, acostumbrábamos realizar cada comida en dos turnos; primero comían los menores, en la cocina; y luego los mayores, en el comedor principal.

Hasta el año 1968 el horario escolar nos permitía almorzar en casa, para luego volver a los estudios. Cuenta mi padre, que de niño, en su casa, adicionalmente, acostumbraban cenar a las diez u once de la noche.

A pocas cuadras de nuestra casa se encontraba la Iglesia de Fátima. La bodega más cercana estaba a cinco o seis cuadras. Para llegar desde nuestra casa, al centro comercial de la avenida Larco, bastaba con caminar algunas pocas cuadras por la avenida 28 de Julio. Recuerdo las tiendas, bazares y supermercados que prosperaron en la zona, y que en determinado momento, se constituyó en el centro principal de compra de mucha gente de otros distritos. Algunos negocios vendían juguetes, y los visitábamos frecuentemente. Estábamos atentos a los modelos de carritos que llegaban cada cierto tiempo. A nuestros primos Javier y Juan Luis, les compraron un tren desarmable que lo cuidaban con un celo exagerado.

El tranvía que unía Lima con Chorrillos pasaba solo a tres cuadras de nuestra casa. Algunas veces fui al centro de Lima, y otras, a Chorrillos, para visitar a mi abuela materna, Otilia Bossio Zurita. Ella vivía con los hermanos de mamá, Guillermo, Carlos y Graciela. A Graciela siempre se le ha dicho con cariño Chela. El hermano mayor de mamá es Ricardo, y en ese entonces, al igual que Alipio, no vivían con ella, por estar casados. Allí nos encontrábamos, con la familia de mamá. Para visitarla a veces me recogía la tía Chela, y otras veces iba, con mi mamá o Armencia. En el mercado de Chorrillos, realizábamos compras para la casa. Casi siempre me compraban galletas o algún dulce. Luego, volvíamos nuevamente en tranvía.

En ocasiones nos visitaba en casa, la tía Iraida, hermana de la abuela Otilia, y que era casada con Ángel Brescia Camagni. Llevaba algunas veces a sus nietas. Una de ellas Pilar Brescia Alvarez, la reconocida actriz nacional. En otras ocasiones, la visitábamos yendo a su casa, en Reducto.

La playa, constituía en verano, un lugar de frecuente visita de parte nuestra. Recuerdo bien a la señora Violeta Ortiz, mamá de Víctor Díaz, quien nos llevaba en su camioneta a las playas del sur. La camioneta, iba totalmente llena, con sus hijos y amigos. En la playa nos divertíamos de lo lindo. Ella nos trataba, como si fuéramos sus hijos. Violeta era una madre muy responsable. En nuestros paseos, nunca ocurrió nada fuera de lugar, porque estaba atenta a cualquier percance. Reconozco, hoy en día, su mérito, por su paciencia, dedicación, valentía y alegría. No en vano, años más tarde, logró en Collique ser la primera piloto civil mujer, en el Perú.

Fui muchas veces invitado al club Lobos de Mar, del cual eran socios, los padres de Ricardo. Allí pasábamos los días, entre los baños en las piscinas y los baños de mar. Recuerdo el día en que me caí de cara en la arena. ¡Me di un gran susto! Recuerdo a la vez, con gratitud, la solicitud de René, mamá de Ricardo, que se preocupó, para que pronto pierda el miedo al agua, y en especial, en entrar nuevamente al mar. Por otro parte, pienso en lo apacible que eran aquellos días camino a la playa. Cómo olvidar la parada, casi obligatoria, que se hacía en alguna carretilla, al costado del camino, para realizar la compra infaltable de plátanos o alguna otra fruta, y que comíamos con avidez en el trayecto. En la playa, comprábamos helados, especialmente "Buen Humor" o "Esquimo". De regreso, podíamos comer, o bien papas fritas, "barquillos", o maní. Un juego que realizábamos, en el camino de regreso, era el de contar las unidades de automóviles que veíamos contabilizándolos por marcas. Cada uno se asignaba una marca y el que encontraba más de la suya en el trayecto, ganaba. Todos queríamos elegir Volkswagen porque lógicamente, había más unidades; y el que la elegía, era casi el seguro ganador. Sin embargo Víctor, quien era amante de los automóviles, siempre elegía marcas raras, pero que él conocía muy bien y le era fácil identificar. En dos oportunidades en el trayecto de la playa chocamos contra otro automóvil, aunque sin mayores consecuencias.

Otras veces era invitado al club Regatas Lima, con los papás de Hugo Elespuru Zapatero, o con la familia de Víctor Día Ortiz. Aquí aprendí los primeros conceptos de natación. El papá de Hugo tuvo mucha paciencia, para enseñarnos, primero a flotar y luego a nadar. Pronto aprendimos a desenvolvernos solos en la piscina, quitándole así una preocupación de encima y, por cierto, dándole una gran alegría. Al papá de Hugo le gustaba reunirnos y organizar juegos de adivinanza, como el divertido "caliente, frío, tibio". Este juego consistía en averiguar dónde se encontraba un billete, nada despreciable, de cinco soles, que previamente había sido escondido por él, sobre o debajo, de un mueble o adorno de su casa. Para nosotros, el premio, significaba mucho dinero, y felizmente siempre había más de un ganador.

El practicar deportes siempre fue una costumbre. Desde muy niño, con mis hermanos, primos y amigos, jugué fútbol. Me enseñaron a utilizar ambas piernas para patear el balón. Jugar al fútbol era cosa de todos los días, especialmente en verano; sea en la calle, en la cancha de tierra de la Iglesia de Fátima, o en la de asfalto de los hermanos Carmelitas. También se podía jugar en los jardines del Parque de la Reserva, antes de que se construyera el llamado "Zanjón o Vía Expresa". A lo largo de este parque, los días domingo, se organizaban muchos partidos. Una vez terminado un partido, quien así lo quería, podía jugar unas cuadras más allá, con otro grupo. Mis rodillas quedaban llenas de costras y heridas por las caídas, y golpes recibidos. A Víctor no le gustaba practicar deportes. Para incentivarlo, su papá le ofrecía, un billete de cinco soles, por cada golpe que le diera al saco de arena. Sus padres habían comprado un mini gimnasio que fue instalado en el jardín de su casa, y constituía una oportunidad para el entretenimiento. A pesar de ello, nunca le vimos a Víctor darle un golpe al saco.

En cuanto al uso de vehículos de transporte siempre hubo oportunidades para aprender nuevas habilidades en su uso. Primero usé el triciclo, luego el "patinete", el carro-patín, y la bicicleta. En vehículos con motor, conduje "Chachi-cars" en la Herradura, lo cual, me gustaba mucho y era muy novedoso. También, como pasatiempos, manejábamos carros a control remoto, sea en la cancha a las espaldas del antiguo "Bowling de Miraflores", o en la cancha del "Le Mans" en San Isidro. Cuando íbamos a éste local, el papá de Hugo se encargaba de que tuviéramos cuenta libre a nuestra disposición, tanto para el uso de las pistas como para el consumo de bebidas, golosinas y el alquiler de los carros.

La Herradura, era una playa que gozaba de gran popularidad। Fue por muchos años la preferida de los habitantes de Lima. Para ir a ella se pasaba por la entonces estrecha bajada de Armendáriz, luego había que atravesar lo que hoy es la llamada "Costa Verde", frente a Barranco. Aquí, los acantilados estaban muy pegados al mar. Tenían una espesa vegetación que los cubría bellamente. A través de sus cerros; caían filtraciones de agua dulce que servían a los veraneantes, para quitarse el agua salada que impregnaba sus sudorosos cuerpos, luego de un baño de mar. En estos días, nunca crucé a pie el túnel de la Herradura. Siempre me atemorizó oír las historias que sobre los murciélagos, y de los atropellos, robos y violaciones, que se producían en él. Este túnel era la salida obligada de esta playa y era muy estrecho.

Cerca a nuestra casa se encontraba el parque denominado Melitón Porras. Allí fui como muchos niños de la zona, a pasar las tardes de sol, en compañía generalmente de algún familiar, o de la empleada del hogar. Muchas veces acudí aquí con mis hermanos, primos y amigos para jugar y pasear. Era común, desde aquellos días, ver dando vueltas con sus automóviles, a las personas que querían aprender a manejar. También era el camino más corto para dirigirnos al Zoológico de Barranco, donde admiré, más de una vez, embelesado, las diferentes especies de animales cautivos que albergaba. En determinado momento, el transitar por esta zona, representó algún peligro para los transeúntes, y esto porque se supo, por medio de los periódicos, que se escondía en las cuevas de los acantilados el denominado "Monstruo de Armendáriz", que era un asesino prófugo. Felizmente ese temor fue pasajero, porque días más tarde fue hallado, encarcelado, y finalmente fusilado, aunque años después se dudó de su culpa.

Una vez, fuimos invitados varios amigos del barrio, a una función taurina en la plaza de Acho, en el distrito del Rímac. En ella se presentaban los personajes de las tiras cómicas de entonces, Batman, Robin, Gatubela y toda esa legión de héroes, representando ser toreros. Luego de la función compramos recuerdos en yeso de toros a escala; así como banderillas que luego constituyeron un verdadero peligro en nuestras manos.

Desde que tengo uso de razón contábamos con teléfono en casa. En aquella época se pagaba por tarifa fija y no le importaba a nadie el tiempo que uno hacía uso de él. Tanto el que habla, como muchos de mis amigos, nos divertíamos haciendo pasadas a personas desconocidas. La broma más común era preguntar algo disparatado para después colgar el teléfono.

El techo de nuestra casa, era muy amplio. Rafael lo utilizaba para criar diferentes animales, tales como conejos, pollos, y en especial palomas, a los que les daba cuidado, alimentación y mantenimiento. Esta actividad lo entretuvo por varios años y fue muy feliz con ella. Pasábamos muchas horas allí, y, me gustaba acompañarlo, y ayudarlo en lo que podía. En una ocasión organizó en la azotea un circo casero, mostrando a sus amigos, sus palomas como números de adiestramiento, que por cierto, le hacían poco caso; todo por la módica suma de un sol. Desde el techo de la casa podíamos ver los hermosos árboles de la calle, que llegaban con sus hojas a alcanzarnos. Cogíamos las ramas que luego usábamos para hacerlas sonar al agitarlas contra el viento. Nuestra azotea sirvió también en época de carnavales, como torreón fortificado, para lanzar globos de agua a otras familias del barrio. Allí nos habíamos premunido previamente, de todo lo necesario para el juego. Se jugaba carnavales todos los domingos del mes de febrero, aunque ya no tenían la relevancia de antes, en que se declaraban fiestas por tres días consecutivos.

Algunas inquietudes despertaron, poco a poco, nuestra mente. La música de los Beatles y las fiestas de nuestros hermanos mayores, con sonoras y rítmicas baladas y cumbias, provocaron nuestra admiración. Los amigos del barrio, quisimos organizar nuestras propias reuniones. Para ello compramos dulces, sorpresas y premios. La señora Violeta Ortiz nos preparó para el baile. No fueron pocas las veces que nos reunimos, en su casa. En nuestras fiestas, sólo los más osados, se atrevieron a bailar, intentando imitar los pasos del rock o twist, que sonaban con fuerza alrededor de los años 66, 67, y 68. Los demás se entretenían jugando o comiendo.

En casa, me dedicaba a la lectura de historietas o cómics, especialmente las de Red Rider, El llanero Solitario, Vidas Ejemplares, Archi. Muy pocas veces leí Susy y otros que eran considerados poco morales. En un comienzo no me gustaba leer tampoco los cómics de Superman. Era muy común intercambiar historietas o chistes entre las amistades. Casi todos los viernes y lunes, iba al puesto de periódico que se encontraba situado al final de la Avenida Nuñez de Balboa, en el cruce con Paseo de la República para comprar los nuevos ejemplares de cómics y que muchas veces eran continuación del número anterior.

Algo gracioso me sucedió un día. Yo había observado, que a mi papá le gustaba leer diferentes diarios. A nosotros nos repartían el periódico "El Comercio", y papá traía luego del trabajo, "La Prensa" y otros, como "El Correo" o "Extra". Una tarde, regresando a casa del colegio, me detuve en un puesto de diarios, que quedaba en la puerta del Supermarket, en la avenida Larco. Quise darle a papá una satisfacción. Para ello le compré un periódico que para mí era nuevo y esperaba le guste. Cuando llegué a casa, le entregué el diario, y cuál sería su sorpresa, al ver mi ingenuidad, pues le había comprado el diario oficial "El Peruano", que él leía todos los días en su oficina.

Otra distracción, era acudir al cine los días sábado o domingo. En Miraflores eran muy populares los cines Canout, Marsano, Montecarlo. También el Alcázar o El Pacífico. Para nosotros el cine Leuro, que se situaba en la avenida Benavides, a una cuadra de la avenida Larco era nuestro preferido, ello por lo barato de la entrada y por lo cercano a nuestra casa. La avenida Benavides, donde quedaba el cine Leuro, lucía muy diferente a lo que es hoy en día. En aquellos días tenía veredas más anchas y la recorría una acequia de regadío que se utilizaba para regar los jardines que tenía en ambos costados, y donde destacaban sus bancas y faroles. Mis películas preferidas eran las de Tarzán, las de piratas aventureros y las del oeste que mostraban la lucha del pueblo indio y la forma como fueron arrasados por los americanos. Algunas veces las películas al igual que los cómics continuaban la semana siguiente.

En casa me gustaba ver televisión. Durante muchos años sólo se podía ver en Lima 2 ó 3 canales. La programación empezaba alrededor de las 9 de la mañana y terminaba a las 10 ú 11 de la noche como máximo. Minutos antes que se inicie la programación, ya me encontraba sentado, mirando inmóvil y absorto, con el televisor prendido, cómo esos puntitos innumerables y movedizos cambiaban caprichosamente de forma y, que luego se transformaban, como por arte de magia en los dibujos animados, que se presentaban generalmente en inglés. Las series que me causaron gran impacto y acapararon mi atención por muchos capítulos fueron Los intocables, Patrulla 54, El Santo, Perdidos en el Espacio, El llanero Solitario, Maverick, El Fugitivo, Los Monsters, Los Tres Chiflados, El Super Agente 86, El Gran Chaparral.

Todo era muy bello y los días felices parecían no acabar. Las canciones de la época eran muy alegres e íbamos tarareándolas mientras manejábamos las "Bici-Honda", bicicleta con motor, que les compraron a cada uno, de los hermanos Díaz Ortiz. Recuerdo especialmente aquella canción que decía: "Tengo el corazón contento lleno de alegría..."

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