jueves, 22 de enero de 2009

LOS TURBULENTOS AÑOS 70´s

Sin embargo, alrededor de mis diez u once años de edad, el mundo ideal que tenía como entorno, fue sacudido por los hechos de la realidad que me tocó vivir. A ésta edad, ya era consciente de las estrecheces económicas, que padecían mis padres, y el esfuerzo que hacían para afrontarlas. La comparación que hacía, con la situación tan diferente que se vivía en casa de los padres de mis amigos, también me causó preocupación y angustia. Y me dolió mucho más aún, cuando Ricardo, mi mejor amigo, se mudó de barrio. Desde allí, nada fue igual, aunque al principio, iba a su casa a visitarlo, poco tiempo después, dejé de hacerlo. Así fue como empecé a refugiarme en mi mismo.


Por otra parte, la inestabilidad política, originada por el golpe de estado del 3 de Octubre de 1968, contra el Presidente constitucional de la República, el arquitecto Fernando Belaúnde Terry, empezaba a afectar la vida de las personas. La situación económica y social se tornó cada día más difícil, tanto para nuestra familia en particular, como para el país. A mi padre, que era empleado público, ésta realidad, le fue muy dura; y a pesar de su buen carácter, los cambios que se sucedieron rápidamente en el país, alteraron su ánimo.


Nosotros alquilábamos la casa en que vivíamos a un miembro de las fuerzas armadas. Se voceaba, en esos días, que el gobierno de facto, impuesto por el general de cuyo nombre no quiero acordarme, daría en propiedad las casas alquiladas a sus inquilinos congelando los alquileres; en precaución, el propietario nos pidió la casa, con el pretexto de vivir en ella, cosa que no hizo.


Marcia, se casó con Yolvi Senno Salazar, el 18 de Junio de 1969. Yolvi, fue mi padrino de confirmación, pues era una persona buena, y me caía muy bien. En casa celebramos el matrimonio con una pequeña recepción para la familia y amigos. Esta reunión fue también nuestra despedida de la casa. La tristeza de saber que pronto saldríamos, fue mitigada, momentáneamente, por las nupcias que trajeron mucha alegría a nuestra familia. Sus hijos, fueron los únicos nietos que mi padre conoció, ellos son Giuliana Verónica, Yolvi Eduardo, Christian Alexis, mi ahijado de nacimiento, y Ursula María, que se constituyeron para mí, en casi unos hermanos menores.




Este mismo año, nos mudamos a la casa ubicada en la tercera cuadra de la calle Coronel Inclán, también en Miraflores. Esta casa era más chica y calurosa, además no teníamos acceso fácil a la azotea, y por ello, ya no era posible jugar y criar animales como antes. La zona, resultaba algo más popular, y bulliciosa. Sentí, la ausencia de mis amigos con mayor intensidad, aunque aquí también tenía amistades, por lo cercano que quedaba a mi colegio. Me alejé de los amigos de la niñez y desde entonces nos vimos muy poco.


Nosotros ocupamos los altos, en el 336; y mis tíos Enrique y Cachito, con su familia, los bajos, en el 328. Esta casa, fue dividida, arreglada y reconstruida aceleradamente, antes de nuestra llegada y ante la urgencia de desocupar la casa donde vivíamos. Ahora, la abuela Josefina, ya no podía vivir con nosotros, porque no podía subir bien las escaleras debido a su gordura y a una lesión en el pie izquierdo, que se había lastimado años antes. Ella vivió con Cachito, y siempre la visitábamos, especialmente mi papá. Sin embargo la abuela subía a almorzar con nosotros una vez por semana, haciendo un verdadero esfuerzo.


Me doy cuenta ahora, que en aquellos días estuve envuelto en un estado depresivo, y que tampoco fue observado por mis padres y familiares cercanos. Los hechos que acontecían y que yo no podía cambiar con mis limitados recursos y capacidades hicieron que afloren sentimientos de impotencia, tristeza, rabia y pena. Ante ello, busqué refugio en la radio, y en la soledad. Pasaba las horas escuchando música, tendido en la cama, siguiendo las noticias de la guerra del Vietnam. La música y canciones me alejaban de mis problemas y me hacían vivir sueños no realizados. La adolescencia es una etapa fundamental en la vida, donde hay que guiar al niño o joven para que sea independiente. Hay que hacerle comprender, que en la vida no todo gira alrededor de él; sino que tiene que salir al encuentro de los amigos cuando éstos por hechos comunes y normales, se han alejado. Sin embargo para ello, me faltó en esos días carácter y decisión, y deje irse a mis amigos como se van las hojas arrastradas por el viento.


Al mismo tiempo inicié la afición por la colección de estampillas. La filatelia es un arte que demanda mucho tiempo, y en ese entonces, éste me sobraba. Esta actividad acompañó mi soledad, aunque fomentó aún más mi individualismo. También me exigió orden y paciencia y me demandó realizar planes para conseguir mis objetivos. A pesar, que en su momento le reconocí alguna importancia, luego de muchos años, me di cuenta que su práctica era absurda y decidí vender mi colección en unos pocos soles. Todo el esfuerzo que me había costado conseguirle, tanto en tiempo como en dinero, lo remate por menos de 30 soles en el parque de Miraflores. La verdad que quise romper con el pasado y dejar atrás todas esas horas absurdas metido entre papeles con la ilusión de algún día venderlas.


Estoy convencido también, que es bueno tener alguien a quien contarle sus cosas, problemas e inquietudes; pues muchas veces uno, cuando se queda callado, no ve las cosas en su justo significado, lo cual no ayuda, a resolver y aclarar, en forma oportuna, el problema que la situación plantea. Ahora comprendo que la costumbre que tenía de ir a llorar solo debajo de la cama hasta que alguien fuera a buscarme para darme consuelo, no era muy saludable; como tampoco lo era, el escuchar entristecido, canciones, por horas y horas. Casi nunca acostumbré contarle a alguien de mis cosas. Era una manera muy diferente de ver la situación. Hoy en día, los padres están más preparados para estar al lado de sus hijos y preocuparse por sus inquietudes.


La opinión de una persona mayor, que pueda ser nuestro consejero y amigo, es muy importante. Nos dará una visión compartida, que servirá para apreciar el hecho desde otro ángulo. Lo ideal es que ésta guía o consejo provenga primordialmente de los padres y sólo a falta de ellos, el rol debe ser asumido por un familiar cercano, maestro, sacerdote o amigo, quienes estarán atentos en fomentar las buenas amistades y sana conducta.


Me considero una persona introvertida, que no le gusta contar sus problemas a nadie. Tan sólo cuando requerí ayuda profesional lo hice en alguna medida; aunque al principio, tampoco en la debida forma. Tal vez me sinceré, mucho tiempo después, cuando conocí personas amigas que me escucharon, y a la vez ayudaron a aceptarme a mí mismo.


Durante mi permanencia en el colegio, considero que fui un buen estudiante aunque pude ser mejor. En cuanto a las calificaciones, estaba generalmente entre los 15 primeros, de cincuenta alumnos. Una vez logré un tercer puesto, ante el incentivo de un familiar, quien prometió regalarme un reloj de pulsera si quedaba entre los tres primeros, lo cual hice. Practicaba, a la vez, mucho deporte, ya sea a la entrada o salida del colegio, o en los recreos. Participé en los equipos deportivos de mi clase y en varias oportunidades representé al colegio jugando al fútbol. Las dos horas que teníamos de gimnasia eran las más esperadas de la semana. Allí practicábamos varias disciplinas deportivas como gimnasia, básquet, voley, natación, atletismo, etc.


La actividad más esperada a fin de año, eran los Juegos Florales. Cada grado presentaba a sus mejores representantes del campo artístico, tanto en lo poético, musical y teatral ante familiares y amigos. En una ocasión, tal vez en cuarto de primaria, formé parte del elenco, en la representación de la obra de teatro "Los sobrinos del tío Canuto". Esta se presentó a fin de año con mucho éxito. Durante la preparación se formaron dos grupos y tuve la dicha de representar la obra ante varios salones de clase, en el auditorio del colegio. Allí pude experimentar lo que significa el contacto del actor con el público espectador y lo agradable que es percibir los aplausos y risas que la obra suscita. Así pasé los primeros años escolares, dividiendo el tiempo entre los estudios, la práctica de los deportes, paseos, campamentos y diversiones sanas.


Un hecho que conmocionó mucho a mi familia fue cuando un 4 de agosto de 1970, recibimos la triste noticia del extranjero, acerca de la muerte, por un infarto, del tío Miguel Yrivarren Abeo, quien pertenecía al servicio diplomático de nuestro país. Esto ocurrió en el momento que se preparaba para su regreso a Lima, luego de una prolongada ausencia. Ese día, todo a nuestro alrededor, era llanto y desconsuelo. Al llegar a casa del colegio, encontré la puerta abierta, y recuerdo aún, ver a mi papá y sus hermanos llorar como niños. ¡Qué imagen tan dolorosa ver llorar a un padre, y saber en ese momento, tan poco acerca de la muerte! Confieso que a los trece años, aún no tenía conciencia de lo que la muerte era y sabía muy poco acerca de su significado. Incluso no conocía aún ningún cementerio y recién 6 años después, lo haría para despedir a papá.


Estoy convencido, que uno debe conversar, con los niños, acerca de la posibilidad de la ocurrencia del deceso de algún familiar cercano, haciéndoles ver lo natural que la muerte es, a pesar del dolor que ésta conlleva, para que de esta manera, no les sorprenda cuando ocurra, y evite o aminore el dolor que ella causa.


Poco tiempo pasó, para que mi tía Juana Giorza, la viuda del tío Miguel, a quien llamamos Juanita, y quien fue mi madrina de bautizo, llegara del extranjero con mis primos. Miguel, su hijo mayor, quien vivía con nosotros, en esos días, ante la inminencia del retorno de su padre, tuvo que viajar a Liverpool, Inglaterra, para repatriar el cuerpo de su papá y acompañar a su madre y hermanos de regreso a su patria. Pronto se vio la solidaridad de la familia y no pasó mucho tiempo para que todos ellos se acomodaran entre nosotros. En los altos de la casa, sus cuatro hijos varones, Juan Miguel, Juan Luis, Marco Antonio y Enrique; y en casa de la tía Cachito, Juanita con sus dos hijas, Denisse y Eliana. Permanecieron en nuestra casa mientras se ubicaron y se establecieron en su departamento. Para ello esperaron, que desocuparan el departamento, que ellos alquilaban mientras vivían en el exterior. Mis primos vinieron de Europa con ideas nuevas. La libertad que gozaban y su contacto con otras culturas, les dieron muchas ventajas respecto a nosotros. Aquí teníamos prejuicios, que ellos habían superado hace mucho tiempo. También habían vivido antes en Japón y otros países. Nuestra vida de algún modo perdió paz ante todos éstos acontecimientos. Literalmente revolucionaron nuestro entorno.


En una actividad que realizamos en el año 1972, sucedió algo inesperado y dramático; particularmente para los que estuvimos cerca de Rómulo Franciscolo Ramos, compañero de sección, que asistía por primera vez a un campamento organizado por el colegio. Cuento este hecho, como testigo excepcional del mismo, pues junto a otros compañeros, lo acompañábamos, en una localidad cercana a Chosica donde habíamos salido de caminata, con el objeto de conseguir y seleccionar alguna flora de la zona, para poder realizar un trabajo para el curso de biología con el hermano Barsen. Ya cansados, decidimos regresar, pero uno de los siete u ocho, del grupo de 10 ó 15 que habíamos salido, no vio mejor opción que intentar pedir a alguien desconocido, nos lleve en su automóvil. No pasó mucho tiempo cuando una camioneta de la entonces Compañía Peruana de Teléfonos que pasaba por la zona, se detuvo para llevarnos. Subimos despreocupados, sin imaginar el desenlace futuro. Al cabo de un tiempo, en la camioneta pick up, la mayoría nos dimos cuenta, que el chofer quería gastarnos una broma, pues a pesar de que nosotros le señalamos que ya se había pasado del lugar, decidió continuar su trayecto en la carretera central, hacia Lima. Rómulo, atemorizado porque nos llevaba más allá del campamento, y en un acto en el cual la razón no le acompañó, se arrojó del vehículo, ante la sorpresa de todos, cuando el vehículo iba a más de 70 Km. por hora. A pesar que la fatalidad rondó el lugar, Rómulo logró sobrevivir y se reintegró al colegio, un año después. Por supuesto, nadie sabía lo que iba a pasar en aquellos segundos, en los cuales se evidenció la inseguridad e inestabilidad emocional por la que pasaba nuestro compañero. Estas situaciones, aunque son imprevisibles, cuando suceden deben ser manejadas con mucha serenidad, y hay que estar atentos y preparados para actuar con la cabeza fría ante un hecho similar.


A la edad de 16 años, recién empiezo a salir a algunas fiestas con amigos del colegio. En una de las primeras, cerca de casa, me sentí muy incómodo. Estaba desorientado por el ambiente que allí reinaba. La música frenética, el licor, el humo, y los bailes se combinaban en una armonía que no entendía. Recuerdo que me retiré al poco tiempo, sin dar mayores explicaciones, envuelto en una nube de pensamientos, y viendo en contraposición, como otros se sentían tan cómodos bailando. Me encontraba inmerso en la época de la adolescencia. La confrontación de valores sucedía tanto en la sociedad como en mí; y mi vida, empieza a agitarse y hacerse parte de la realidad. Esta se presentaba, inestable, confusa y; llena de hechos y situaciones, que no me gustaría volver a vivir en las mismas condiciones.


Lo que imperaba en la juventud de aquella época era el desorden. El hipismo predominaba como sentimiento y modelo de vida. El uso del pelo largo, el alcohol, el tabaco, las drogas y diversión era muy común cada día. El amor libre y la paz era tema de inspiración de muchos cantantes de la época, como oposición a las guerras, en especial la de Vietnam. Muchos cayeron en la seducción de la fácil diversión; como una expresión de rebeldía, ante la aceleración de los cambios. La independencia, individualismo y a la vez protagonismo, empiezan a querer tomar parte de nuestras vidas.


En el primer quinquenio de la década del 70, la droga de moda era la marihuana. Muchos de los estudiantes de secundaria de los colegios de Lima la consumían como diversión, aunque también algunos más osados, la empleaban como negocio. Fue muy triste y vergonzoso, ver como algunos miembros de mi familia y amistades, caían en la tentación del consumo de drogas; pero a mí la conciencia me decía, que aquello no era bueno.


Yo, no fui ajeno a la realidad y valores que imperaban, y me fue imposible mantenerme al margen de su consumo, a pesar de que al principio me molestaba y dolía mucho el saber que otros lo hacían, se presentaba como algo natural y divertido por lo que fui en ocasiones presa de ésta tentación. Mantuve no obstante, una prudente distancia y luego de pocas veces la dejé, porque no me reportaba bien alguno, y también porque no sentía ninguna sensación agradable, más bien puedo decir que sentí sensaciones desagradables que hicieron que muchas veces huyera de las ocasiones que se presentaban y de quienes la ofrecían.


Muchas veces el medio o círculo que uno frecuenta le encierra y envuelve a uno. El no seguir el consejo de mi conciencia fue la causa por la cual muchas veces fui tropezando, cayendo y levantándome, aunque no siempre sin dolor. Eran días de cambio y angustia para la sociedad en general. Los amigos del colegio, nos reuníamos despreocupados, en forma evasiva, especialmente en verano, para pasar el rato y divertirnos; yendo a la playa a correr tabla y otros tan sólo a ver el sun set. Corrían los años 1973 y 1974, y tan sólo el deseo de mantener las amistades, me hacía tolerar a aquellos, que utilizaron la droga como refugio. Es importante destacar que hubo algunos, que a pesar de salir en grupo, se mantuvieron al margen ante esta amenaza tomando conciencia a tiempo, que es algo muy malo y peligroso, para la vida misma.


Como nos lo dijera años más adelante, en nuestras "Bodas de Plata", el hermano Barsen, maestro renombrado del colegio, que llegó a ser Provincial de los Maristas en el Perú, la época que vivimos, fue una época muy difícil y desagradable: y que no pudo ser evitada; que ellos, los maestros, sabían que eran tiempos difíciles, y que a pesar que ellos tenían identificados a los alumnos que la consumían, poco podían hacer, pues en ese entonces, no se podía luchar contra la corriente y la moda que imperaba.


Sólo en una oportunidad en una de las salidas en grupo, por las calles de Miraflores, y seguramente, luego de ver alguno de los partidos de basketball de interescolar, me sentí muy mal, con el pulso acelerado y con un adormecimiento general del cuerpo. Estuve sin poder moverme por un lapso de dos o tres horas, y aunque no estaba inconsciente, me costaba mucho movilizar los brazos o piernas, y al intentarlo parecía que lo hiciera en cámara lenta; también veía pasar gente que se acercaba y luego se iban. Felizmente, la Providencia quiso, que una señora y su hija, se compadecieran de mí, y aparcando su automóvil, me ofrecieron llevarme a mi domicilio, cosa que acepté. Me condujeron hasta la puerta de mi casa, o mejor dicho frente a ella, y luego de llegar a mi habitación, continué con los efectos hasta la mañana siguiente. En algún momento pensé, que sería conveniente contarles a mis padres lo sucedido, y decirles quienes eran los compañeros con quienes me juntaba, pero fue algo que nunca hice.


Una preocupación muy común en la adolescencia es el interés que se desarrolla, por el sexo y la sexualidad. La forma cómo fui aprendiendo del sexo fue a través de conversaciones con amigos. Ellas no estaban libres de las fantasías propias que el conversador de turno a uno le proporcionaba. La información que tuvimos en esos años respecto a esos temas fue limitada, y fue más grande el deseo que se incrementaba al ver revistas, fotos y películas no aptas para menores. Muchos, alguna vez falsificamos la edad del carné escolar, o le dimos una propina extra al encargado de controlar el ingreso al cinema. Estas revistas y/o películas pueden ser muy dañinas para personas que no tienen ningún conocimiento del tema, por la forma como enfocan esos asuntos y también porque presentan y adelantan situaciones vividas en otros países y que luego tratan de ser imitadas. Nosotros recibimos una información muy limitada, y sólo en quinto de media, se nos dio alguna orientación en cuanto a normas de higiene y prevención de enfermedades. Había mucho temor de parte de los educadores al enfrentar estos temas.


Hoy en día, la situación cambió radicalmente, y la información que está al alcance del adolescente actual, casi no tiene límites, ello, debido a la apertura de las comunicaciones y en especial al auge que ha cobrado el Internet. Hoy, los padres y maestros, deben luchar, por canalizar la forma cómo llegue ésta información y hacer que puedan diferenciar la información científica de la que no lo es y no sirve. Hoy la posibilidad de establecer contactos con otras personas es real y también es alta la posibilidad de contraer la enfermedad del SIDA u otras ETS.


El año 1974 se presentó como un año de expectativas y definiciones. Fue el año de nuestra despedida del colegio. Todo fue muy acelerado y difícil. Los que pudimos evitar la "purga" del año anterior, quedamos golpeados emocionalmente, porque muchos compañeros reprobaron el año anterior. A otros los expulsaron y otros se fueron por su iniciativa. De las tres clases con 40 personas cada una, quedamos sólo alrededor de 25 alumnos por cada clase. Los cursos en el colegio se tornaron más exigentes. Incluso, el profesor principal, que tuve en quinto de media inició su discurso con la frase: "Queridos sobrevivientes..."


A la mitad del año, mi padre pudo recién comprarme los anteojos que necesitaba desde el año anterior. Debido a ello, obtuve malas calificaciones en los cursos de química y trigonometría, en el primer trimestre. Al finalizar el año tuve un incidente con el profesor Brunello, que enseñaba éstas dos materias. Como no quería salir reprobado en ambos cursos, decidí dedicar todo mi esfuerzo al estudio de química y no dedicar esfuerzo alguno al estudio de trigonometría, cosa que el profesor, lógicamente no vio con buenos ojos. Para aprobar química necesitaba sacar promedio catorce en los dos trimestres que restaban. El segundo trimestre lo logré y no hubo problema alguno. En el último examen del tercer trimestre hice un reclamo respecto a la calificación, sin embargo, el profesor no quiso cambiar a la nota que me correspondía y con ello me desaprobaba en los dos cursos. Ese día sentí gran impotencia y cogí mi examen y salí de la clase diciéndole una lisura al profesor, luego me dirigí al Director del colegio, con los ojos llorosos, explicándole la injusticia cometida. El Director intercedió y logré la nota aprobatoria en el curso de química. Hechos como éste, me dejaron un sabor amargo, y me costó mucho tiempo el superarlo. Pienso que todos alguna vez pasamos por esta clase de experiencias, donde no nos damos cuenta, o no tenemos el alcance real de lo que nuestra acción causará.


De niño, fui siempre pacífico y manso y gozaba de exceso de tiempo y poca vigilancia. Quien podría creer que el "corderito" de papá, podría jugar en sus tiempos de ocio de la siguiente manera: En casa me gustaba pasar a través de una ventana de tres cuerpos haciendo equilibrio, saliendo por un lado y atravesando el lado fijo, para salir por el otro lado de la ventana, que daba al jardín de la casa del vecino; exponiéndome a caer desde un segundo piso. Por esta misma ventana arrojé junto a Ricardo, avioncitos de papel encendidos al jardín de la casa de su abuela sin imaginar que ello provocaría que una silla que estaba abajo se queme. Otra locura, que felizmente no llegué a consumar, fue cuando intenté en el baño, y a puerta cerrada, cortarme con una tijera de mamá, lo que yo pensaba eran unos pellejitos que sobraban en la boca, debajo de la lengua, sin saber que eran las glándulas salivales. En otra ocasión, después de un triunfo de la selección de fútbol, pasé por encima de un automóvil que avanzaba a poca velocidad ante la sorpresa del conductor y los que allí iban.


El 3 de octubre del 1974, se produjo en Lima, un terremoto que remeció a la ciudad por cerca de dos minutos y durante el resto del año se sucedieron muchas réplicas. Ese año, adicionalmente, se produjo el fenómeno del Niño y hubo sol y calor sofocante por mucho tiempo. Llegó el fin del año 1974 y con ello la despedida del colegio. Nuestra fiesta de promoción se llevó a cabo con la animación de la orquesta de los hermanos Silva; cosa que era tradición en esa época, para los alumnos del Champagnat. Tuvimos que vender calcomanías para reunir fondos y completamos la diferencia con el aporte de nuestros padres. Fui a la fiesta, que se realizó en el club de Petroperú, con Aracelli Díaz Ortiz, quien aceptó la invitación que le hice tan sólo con un par de días de anticipación, sabiendo que otra amiga, a la que había invitado primero, se excusó de asistir. Mi hermana Patricia, fue invitada a nuestra fiesta por Alfredo de la Puente. La fiesta no me divirtió como a todos.


En Agosto de 1975 ingresé a la Universidad de Lima. Me había preparado en las academias San Ignacio de Loyola y La Sorbona, en Miraflores, pero en ambas no terminé la preparación porque no podía continuar con el pago; luego, por mi cuenta, desarrollé ordenadamente el prospecto de admisión, ajustándome a un horario que cumplí disciplinadamente. Ya, en la universidad, aprobé satisfactoriamente todos mis cursos del primer ciclo.


En marzo del 76, mi padre me presentó al Jockey Club del Perú para trabajar como empleado eventual, los días de carreras hípicas. Fue una bonita experiencia y logré ahorrar algo de dinero, que era más que suficiente para cubrir mis gastos personales; para comprar el material de estudios; y en especial, para aliviar en algo a papá. Iniciaba una etapa que se presentaba como un reto: trabajar y estudiar simultáneamente.


Conocí Ticlio, cerca de Lima, donde aprecié las cumbres cubiertas ligeramente por nieve por primera vez. Juan Luis mi primo manejó el automóvil Mercedes que era de los padres de su novia Pilar; también fueron Javier, Rafael y Juan Carlos. Pese al poco tiempo que me quedaba disponible, en los fines de semana practicaba fútbol y frontón. También gustaba de ir al cine, o reunirnos en algún chifa, o pizzería, para tomarnos algunas cervezas. En el tiempo de universidad frecuentaba a Wilfredo Cáceres, Javier Cossío, Alfredo de la Puente, Roberto García, Gustavo Infante, y Carlos Santolaya, entre otros. A manera de broma nos llamaban "el grupo de los siete" pues salíamos generalmente juntos. Estudiábamos en universidades diferentes, pero cuando podíamos nos reuníamos para pasar el tiempo sanamente. Fuimos a muchas fiestas y pasamos varios años nuevos en común tanto con las amistades de las hermanas de Wilfredo o las de mi hermana Paty.


En el año 1976 falleció mi padre, tras una corta pero muy penosa enfermedad. Yo no podía creer y menos comprender, cómo pudiera morirse la persona a quien más amaba. Cuando Luis, hermano de papá, me dijo que su enfermedad era irreversible, me reí nerviosamente. No lo aceptaba. No lo podía creer. La situación, se complicó en gran medida. Incluso amigos de mi hermana Marcia ayudaron para cubrir gastos inmediatos del sepelio, tras su muerte. Aunque yo contaba con ingresos propios, no alcanzaban ni para cubrir mi pensión de la universidad; además la estrechez del presupuesto en casa era cada día más agobiante. La Universidad de Lima, era una de las más caras y exigentes de la época y no contaban con ningún seguro para cubrir una eventualidad como esa. En aquella época pedí ser recategorizado, pero sólo accedieron a bajarme una categoría. ¡Qué decepción! Tuve que seguir en la universidad pagándola con mi trabajo y casi sin la ayuda de mis hermanos. El esfuerzo que yo realizaba era grande. A los 19 años de edad, me encontraba, en la etapa de la vida, cuando el tiempo parece valer mucho más. Yo no quería dejar nada para más tarde y quería cumplir las cosas en plazos determinados. Me encontraba en una carrera desenfrenada por conseguir mis objetivos y continué asistiendo a clases, sin contarle, casi a nadie, lo que me sucedía.


Hoy comprendo la preocupación de mi padre en sus últimos momentos de dejarnos tan jóvenes, y que veía estaba repitiéndose lo que le sucedió a él. Por un momento pasarían por su mente todos los problemas que se nos presentarían, porque ya no contaríamos con su presencia para salir adelante y su ayuda para enfrentar las dificultades। El golpe fue duro y en un principio, aparentemente creí haberlo asimilado; sin embargo, tardaron más de 15 años para que la pena y el dolor sentido por su ausencia desaparezcan. Sólo cuando comprendí que su recuerdo era lo importante, y que éste permanecería siempre entre nosotros el dolor cesó.


La situación que vivía, y el esfuerzo inmenso que tenía que hacer mi madre con las labores de casa me preocupaban. Yo llevaba las cuentas de la casa, tal como mi padre me lo encomendó cuando estaba enfermo de cáncer, a pesar de que mis dos hermanos varones vivían conmigo. No pasó mucho tiempo para que Rafael se casara. El matrimonio se produjo en 1977, en la Iglesia San José, de Miraflores. Había hecho un noviazgo largo de siete años con Victoria Hernández Moya, que era Testigo de Jehová. En casa quedamos con mi madre, Eduardo, y Patricia, que aún no terminaba el colegio.


La familia de la novia de Rafael organizó una fiesta a la que asistieron ambas familias y algunas amistades. Luego de 7 años se deshizo el matrimonio porque ella se enamoró de un compañero de trabajo. Los errores que se cometen en el matrimonio son responsabilidad de ambos cónyuges. El matrimonio exige mucho sacrificio. Por ello cuando una de las partes, o ambas, no lo realizan, fracasan como pareja. La felicidad en el matrimonio se da cuando se vive en función a los hijos; preocupándose por su desarrollo tanto material como espiritual.


Este mismo año falleció la abuelita Josefina, cuando aún no había pasado un año de la muerte de mi papá. Marcia, con su esposo Yolvi, y sus hijos vinieron a vivir a casa para prestarnos apoyo, mientras construían su nueva casa.


El continuo suceder de las cosas exigía de mí decisiones para las que emocionalmente no estuve preparado. Analizando la situación en retrospectiva pienso que debí trasladarme a una Universidad Nacional con el fin de concluir mis estudios y adecuarme a mi nueva realidad. Esto hubiera cambiado radicalmente mi vida en aquella época y la actual. Los prejuicios que tenía acerca de lo que era una Universidad Nacional y el desconocimiento de los problemas que me sobrevendrían me impidieron adoptar esta decisión, que era en realidad una necesidad. Mis prejuicios de miraflorino, criado en buen colegio, me condicionaron a querer concluir mis estudios en la Universidad de Lima. Pienso también, que no estamos en la vida para arrepentirnos de lo sucedido, sino para proceder con decisión a partir del presente, aunque en la medida de lo posible, es importante anticiparse al futuro.


Concluía 1977 y me encontraba dedicado a los estudios con esmero. El trabajo y la vida social agitaron mi vida. La vida familiar también empezó a cambiar. Cada uno tenía sus preocupaciones y mis hermanos, Eduardo y Patricia, pensaban en casarse.


Yo en cambio, permanecía solo y no tenía una relación sentimental seria. Había algo que lo impedía y no me daba cuenta o más bien lo ignoraba. Yo mismo me encargaba de alejarme cuando veía alguna muchacha muy interesada en mí. Mientras tanto busqué la diversión pasajera que no llegara a comprometerme, demostrando una evidente incapacidad emocional.


Escribir poemas con regularidad me ayudó a expresar sentimientos acerca del amor, lo bello, lo ético, lo divino, etc. También me sirvió para alejarme un poco de las gentes y gozar de la soledad. Sin embargo, el escribir poemas, me condujo a estar inmerso en estados de ánimo alterados, por el esfuerzo y dedicación que representa materializarlos y, que en ocasiones minaron mi salud. Esto cambió radicalmente con el correr del tiempo, debido a que fui adquiriendo alguna técnica para su elaboración, esto fue cuando pude separar la parte afectiva del escribir. Ya no necesitaba vivir totalmente la poesía, sino que ahora fluía de manera más natural, sin necesidad de que a mí me suceda lo escrito.


Mi primera relación sexual ocurrió en un prostíbulo de la carretera central, más conocido como el 5 ½, donde acudí ante la presión de los amigos, y también para satisfacer los deseos y curiosidad que tenía desde hace varios años atrás. Una vez culminada esta primera experiencia, me di cuenta que había sobredimensionado mis expectativas y que había realizado un acto sexual en forma casi mecánica y que la gratificación momentánea se veía opacada por un sentimiento de culpabilidad, que me dejó un sabor amargo.


Desde 1973 creímos haber establecido una comunicación con Dios mismo. Actuábamos con Rafael mi hermano en nuestros tiempos de ocio e inquietud espiritual, como médium. Nunca creímos comunicarnos con espíritus ni nada parecido. Suponíamos era Dios mismo quien nos hablaba. Muchas cosas bellas se dijeron en aquellas reuniones hasta que nos atrevimos a contarle a nuestro padre, quien se encontró muy entusiasmado con nuestro hallazgo, y esto porque con sus hermanos practicaban esta comunicación desde antes, y ahora creían se aproximaba un tiempo distinto para la humanidad. Al poco tiempo se unificaron la reunión de los mayores con las nuestras.


Papá participó, durante muchos años, con sus hermanos, Luis y Encarnación, y su cuñado Enrique, en estas reuniones. Esto se inició como una necesidad de búsqueda y el deseo de comunicación con su padre Juan Luis, fallecido años antes. Mi madre se mantuvo, por muchos años al margen de ellas, y así lo hicieron también, otros miembros de nuestra familia. A los niños siempre se les trató de ocultar pues consideraban que no estábamos preparados para entender su contenido. Este misterio escondido en el seno de nuestra familia salió a la luz.


Alrededor de nuestra inquietud, sin darnos cuenta, se congregó, poco a poco, toda la familia y muchas amistades. Me parece increíble, que hubo ocasiones en que las reuniones contaron con más de 40 personas asistentes. Todos estábamos entusiasmados y constituimos un grupo de 33 personas, llamado "Cristianos en Cristo". Puedo decir, que lo allí comunicado fue impresionante. Incluso enviamos dos cartas al Papa Paulo VI, aunque a decir verdad, nunca supimos si las recibió o se interesó en ellas. En una oportunidad, el padre Cordero de los Carmelitas, celebró una Misa en la casa para el grupo. Él tuvo conocimiento de nuestras reuniones y mostró una mente abierta y comprensiva ante ello.


Teníamos una gran inquietud religiosa o preocupación moral, que caracterizaba el espíritu sensible de nuestra familia; y que a pesar de que sabíamos nos habíamos apartado del camino aconsejado por la Iglesia, en esencia, buscábamos lo mismo, es decir, la palabra de Dios.


Luego de un tiempo, Rafael mi hermano, fue el primero en apartarse de las reuniones. El deseo por conservar su matrimonio fue determinante para tomar su decisión. Además el tenía una marcada formación religiosa que se contraponía con éstas ideas. Poco a poco, como él, muchos, nos cuestionamos si realmente ésta comunicación era realmente positiva y cierta; en parte porque encontrábamos oposición de muchas personas, y por el hecho de que varios miembros de nuestra familia, que participaron de las reuniones, vieron resentida su estabilidad emocional. Al poco tiempo también me vi afectado en mi salud física y emocional y decidí alejarme definitivamente de las reuniones. Al tamiz del tiempo, pienso que es muy difícil abrir nuevos caminos y lo mejor es seguir creencias sólidas, establecidas a la luz de la experiencia de muchos siglos.


En esta época de mi vida convergieron alrededor de mi vida muchos problemas, que me causaron preocupación, y ante los cuales no supe o pude, darles solución oportuna. En esos días, mi hermana Patricia se le presentaron muchas dificultades, que me preocuparon mucho.


Así, cuando me preparaba para rendir los exámenes de fin de ciclo en la Universidad, en Junio de 1978, se produjo en mí un desgaste emocional y físico, que rebasó mis límites. Fui evaluado en el hospital Cayetano Heredia, donde hacía sus prácticas de medicina, mi primo Juan Luis, porque presentaba dolores abdominales. Luego de varios análisis se estableció que orgánicamente no tenía nada. Luego de un tiempo presenté irritabilidad y celeridad en querer hacer las cosas. Vinieron a mí pensamientos nunca antes presentados, que alteraron mi vida normal. Ante ello, mis familiares, creyeron por conveniente evaluarme psiquiátricamente. En un principio me evaluó un doctor recomendado por Lucho mi tío, quien me recetó medicinas para ser preparadas en una botica limeña. Su consultorio era un desastre, no había cita previa y al llegar uno se sentaba en sillas que rodeaban las paredes de una habitación, donde había no menos de 30 personas esperando para llegar a consulta. Este ambiente y las propias medicinas alteraron aún más mi estado anímico. Por otra parte el tener que dejar el trabajo del Jockey y mis estudios en la Universidad, agravaron mi situación. Tan sólo llegué a dar un examen de los cinco o seis que tenía que rendir porque luego del primer examen fui atendido de emergencia por un reconocido neurólogo limeño, para calmar la euforia y desesperación producida en mí, por no poder cumplir con mis obligaciones. Él volvió a poner mi mente en orden, recuperándome momentáneamente, sin darme cuenta que tenía una enfermedad subyacente. En ese estado gestioné para que me brinden la oportunidad de rendir los exámenes que me faltaban en una fecha posterior, lo cual sólo logró empeorar las cosas, pues en vez de descansar, como debía, tuve adicionalmente, la preocupación de estudiar en casa.


Llegó la fecha y no pude rendir los exámenes, lo cual fue un duro golpe para mí porque además me retiré de la universidad. Fui llevado por recomendación de mi primo con el entonces Jefe de Psiquiatría del Hospital Obrero, doctor Oscar Valdivia Ponce, con quien tuve un largo tratamiento, en sesiones privadas, al principio semanales, luego cada quince días y después mensuales. El tratamiento exigía muchos gastos por la sucesión de consultas y el costo de los medicamentos que necesitaba.


Tengo que agradecer a mi madre y a mis hermanos, que colaboraron para que salga adelante. Ellos me alentaron siempre y colaboraron de manera activa para que me restableciera pronto. Fueron los únicos en la familia que estuvieron a mi lado, con su apoyo y visitas constantes, cada día que les era permitido. A ellos les estaré eternamente agradecido porque fueron quienes más sufrieron cuando algún médico, les dijo que era poco probable que me restablezca con todas mis facultades.


Quiero en esta parte del relato pedir perdón a todas aquellas personas que hice sufrir y afecté de alguna manera u otra con mi comportamiento irracional. Les agradezco a todos aquellos que dedicaron su tiempo y pusieron su paciencia a prueba conmigo. De igual manera disculpo a todos aquellos médicos, enfermeras y personal auxiliar que no siempre comprendieron en qué situación me encontraba; también a todos aquellos que se apartaron de mí, se burlaron o que simplemente me voltearon la cara para no verse afectados; a todos ellos, les digo que tal vez yo hubiera actuado con la misma indiferencia.


Pasé los años siguientes en tratamiento continuo. En un principio, el doctor Valdivia recomendó que acuda al Hospital de día del Obrero, donde él trabajaba y donde había un programa de terapia ocupacional. Allí permanecí menos de una semana pues no me acostumbré a las condiciones y ambiente en general. Por tanto, la recomendación del médico fue el internamiento en alguna clínica afiliada al seguro. Mi familia dispuso que fuera internado en la clínica Pinel. Allí estuve algo así como dos meses. La experiencia fue dura pero conveniente. Compartí el diario vivir, con gente que no conocía pero que padecían similares enfermedades y que incluso tenían problemas mayores que el mío. Vi aplicar terapia de electroshock, cosa que me daba espanto de pensar me podía suceder a mí. Felizmente, el doctor que me atendía no acostumbraba a su uso; además mi familia no lo quería. Aprendí mucho respecto a mi enfermedad y al comportamiento que debía seguir.


Comprendí que para salir del problema en el que me encontraba, tenía que ser yo mismo quien haga el mayor esfuerzo. Tenía fe en mi capacidad de superar lo que padecía y quería demostrar que no hay enfermedad que no pudiera ser vencida, aún cuando ésta sea psicológica.


MIS PADRES

A pesar de las dificultades propias de una familia algo numerosa, nuestros padres se las ingeniaron para que nada nos falte. La labor de mi madre giraba en torno nuestro, y prácticamente no tenía tiempo para realizar vida social activa. Mantenía muy poco contacto con las muy pocas amigas que le conocí. Su trabajo en casa era intenso, y la recuerdo, haciendo siempre algo. Con cinco hijos, como podrá entenderse, nunca le faltó qué hacer. Ella supervisaba e intervenía en todas las labores de la casa, es decir, en las compras, la cocina, la limpieza, el lavado, el planchado y todo lo que hubiera que hacer. Trabajaba, palmo a palmo, con las empleadas. Se preocupaba, porque estemos siempre, bien arreglados y listos para salir, dónde hubiere que ir, ya sea al colegio, a la iglesia o algún otro lugar. En sus horas libres, se entretenía con la confección y costura de prendas de vestir. Esta actividad, era prácticamente su única afición que le conocí. A veces cosía para mis hermanas y otras para alguno de la familia que se lo pedía. Muy pocas veces, se aventuró a coser para nosotros, los hermanos varones, y muy pocas veces, para la gente fuera de la casa.


Mi padre también se sacrificó mucho en nuestra crianza. El fue un funcionario público. Trabajó en el Ministerio de Agricultura; donde prestó sus servicios a la Nación por cerca de 30 años. Para compensar su bajo sueldo, y poder hacer frente a la responsabilidad familiar, trabajó a la vez, en forma eventual, en el Jockey Club del Perú. Su vida, estuvo orientada al trabajo, y tuvo que sacrificar mucho del tiempo necesario, para desarrollar adecuadamente, la vida en familia, sintiendo nosotros, por ello, su ausencia. Sin embargo, su enseñanza y ejemplo, fueron invalorables. Compartieron también ésta opinión, todos aquellos quienes le conocieron. Puedo decir sin temor a equivocarme, que era un hombre bueno y querido, como pocos. Además luego de realizar la recopilación y trascripción a medios magnéticos de sus poemas escritos en su edad temprana, he obtenido el conocimiento de su real valía. Sus escritos reflejan gran sensibilidad y muestran su amor, así como también, sus inquietudes, temores, valores y creencias acerca de la vida. Puedo decir con certeza, que su idealismo iba muy bien aparejado con la realidad, que sus dudas íntimas no estaban muy lejanas de la fe; y, que su amor brotaba a caudales hacia los demás, tanto cuando expresamente lo demostraba, o cuando al escribir, narraba la historia de un rey, caballero, combatiente, o al exaltar las virtudes de un héroe nacional, o simplemente las de un atleta.

LA ABUELA JOSEFINA

Vivía con nosotros, la abuela Josefina, mamá de papá, de la que tengo un grato recuerdo. Ella atraía a casa, la visita de tíos, primos y parientes en general. La abuela Josefina, estaba marcada por el mal carácter. Al margen de ello, amaba a los suyos y los protegía a su manera. Su vida fue bastante dura, y quedó huérfana tempranamente. Tuvo dos compromisos. El primero con Mariano Delgado de la Flor, con quien tuvo dos hijas: Francisca y Marcela. Luego con Juan Luis Yrivarren de la Puente, mi abuelo; con quien tuvo cinco hijos: Encarnación, Pilar, Juan Luis Rafael, Miguel, y Luis.


La abuela era de amores apasionados, y si se tenía que estar a su alrededor, era preferible estar en gracia con ella. Era poco demostrativa en sus afectos y amores; y sólo lo hacía, con sus preferidos, pero aún así, dosificaba sus amores. Recuerdo, que para demostrarle cariño a uno, nos regalaba tan sólo una galleta, de una caja, que tal vez la había recibido de regalo, en su cumpleaños o en Navidad, y que guardaba celosamente, al lado de su cama; lugar donde pasaba gran parte del día.


Su habitación quedaba, en el medio, de un pasadizo largo. Desde su lecho, llevaba el control de quienes transitaban por él. Cuando mis amigos visitaban la casa, atravesaban agazapados, delante de su cuarto, para evitar tener que detenerse ante ella, saludarla formalmente, ser objeto de sus preguntas e inspecciones y por último tener que darle, un beso en la mejilla.


La abuela, era descendiente de franceses por parte materna. Sus apellidos son Abeo Euvrard. Sus vivaces ojos verdes, conservaban la altiva mirada, de quien sabía, llevaba sangre europea. Siempre recordaba canciones y costumbres francesas, enseñadas por su madre. Ella decía, que uno de sus ancestros, llegó al Perú, como médico fundador, de la clínica Maisón de Santé.


De los hermanos de Josefina, tengo presente el recuerdo, del tío abuelo Armando, quien nos visitaba a menudo. Él era el menor de sus hermanos. Era muy risueño y alegre; tenía como oficio la carpintería. Siempre nos visitaba solo, a pesar de que era casado. Nunca demostró rencor en contra de su hermana, a pesar de que ella nunca aceptó su matrimonio con una mujer de piel morena. De sus otros hermanos, todos varones, recuerdo lejanamente al tío abuelo Carlos y también a César.

MIS PRIMERO AÑOS


Nací en Lima, capital del Perú, un jueves 9 de Mayo del año 1957, a las 11 horas y 05 minutos de la noche, en la clínica Maison de Santé; en medio de las alegrías y preocupaciones de una familia que veía llegar a su cuarto vástago.

Mis padres se llaman Rafael y Genova y los nombres de mis hermanos son, Marcia, Rafael, Eduardo y Patricia. Mi nombre completo es Pedro Pablo Gregorio Enrique Yrivarren Fallaque.

Siempre hay alguien que se sorprende al saber que tengo cuatro nombres, y cuando me preguntan del porqué de tantos nombres, comienzo por decirles que era usual en esa época; y que generalmente cada uno de ellos iba acompañado a un motivo o tenía una significancia. En mi caso, por ejemplo, Pedro Pablo, se debió a la gran admiración que tenía mi padre, por el pintor flamenco Rubens; Gregorio en honor al Santo, que se celebra, el día que nací; y Enrique, por ser el nombre de mi padrino, esposo de María de la Encarnación, hermana de papá, a la que cariñosamente le llamamos Cachito.

Mis primeros recuerdos, aparecen cuando tenía entre tres y cinco años, cuando acostumbraba levantarme muy temprano para anticiparme a la salida de papá a la oficina. Siempre me dirigía a su habitación para estar algunos minutos con él; mis padres, solían escuchar a esa hora, las noticias en "Radio Reloj", así como también música, que generalmente eran huaynos o boleros.

En aquel tiempo, no podía intuir, lo inoportuno que podrían ser para mis padres, mis visitas matutinas, y no pocas veces, al recibir sus quejas y negarme volver a la cama, lloraba y me escondía bajo su cama. Recuerdo que mi padre, empezaba así cada mañana, con juegos para conmigo, dejando caer su mano y esperando pacientemente, que me acerque a tomarla, para luego, reconciliado, recibir sus caricias. En la infancia uno vive un mundo ideal, donde el tiempo parece no pasar y donde para tener seguridad sólo basta con estar al lado de los padres.

Los recuerdos de mis primeros años de vida, están como en brumas, que se despejan, en ocasiones, en conversaciones familiares, las cuales, traen remembranzas de hechos lejanos. Desde niño, tuve una gran sensibilidad en la percepción de las cosas, especialmente en cuanto a la observación y medida de la justicia, que se acrecentó con los años, y formó en mí, un temperamento crítico.

Un ejemplo de éste espíritu de denuncia, se manifestó cuando no había cumplido aún los cinco años de edad; cuando le dije a la abuela Josefina, "cuatro verdades", respecto a su comportamiento para con nosotros. Esto sucedió, cuando mi paciencia llegó a su límite y descargué contra ella un sentimiento reprimido. Le dije exacta y directamente, lo que antes, nadie se había atrevido decirle. Ese día le dije literalmente: "Tú mandas en la televisión, en el teléfono, en la mesa, en los sillones, en los vasos grandes, en la fruta... por eso, tú eres una maldita”. Cuenta la tía Chela, hermana de mamá, que mi padre, al enterarse de lo que le dije a su madre quiso pegarme; pero como siempre lo hacía, ante un peligro inminente, me escondí debajo de un mueble.

Decirle aquel atrevimiento a la abuela, me hizo contradictoriamente, ganar el respeto y amor de ella. Siempre, contó lo sucedido; tanto a su familia como a sus amistades, como algo muy especial. La ocurrencia de su nieto le había causado mucha impresión, y a la vez, decía sorprendida, por mí; que iba a lograr ser algo importante en el futuro, pues le parecía que era muy inteligente.

La valentía en decir las cosas si es utilizada con moderación y prudencia, puede ser una virtud útil. En cambio si al decir la verdad, no contamos con una autorregulación, y llegamos a excedernos, puede ser todo lo contrario. La prudencia, en el obrar y decir, debe ser el punto de equilibrio, para establecer relaciones armoniosas. Saber decir las cosas, y saber cómo y cuándo decirlas, es fundamental en la vida.

En 1963, en la casa de mis tíos Cachito y Enrique, cuando vivían en Monterrico, celebramos los 80 años de vida de la abuela Josefina. Allí estuvo reunida toda la familia, que para ese entonces ya era bastante numerosa. Estuvieron presentes todos sus hijos aquel día. De igual manera estuvimos presentes, gran parte, de los sobrinos y nietos. Era impresionante verla sentada en su sillón, al lado de todos los regalos que había recibido.



Esta celebración, marcó todo un hito en la familia, pues se habló siempre de ella. Pareciera como si el tiempo se hubiese detenido, aguardando tener otra ocasión igual, que lamentablemente nunca llegó en igual medida; y es que a decir verdad, nuestra familia como muchas familias, sólo acostumbran a reunirse cuando se celebra algún matrimonio, o lo que es más triste, en algún velorio. Tal es el crecimiento del árbol familiar, que cada vez se hace más difícil reunir a las personas, unas veces, porque cada vez estamos más lejos.

Cuentan que cuando yo tenía algunos meses de nacido, mis padres me llevaban, algunos fines de semana, a la casa que alquilaban en Chaclacayo, Enrique y Cachito. Mis padres y tíos, para distraerse, solían jugar a los naipes en las noches. Distracción, cuando lloraba, que a veces se veía interrumpida, porque tenían que turnarse para mecer el coche al pie de la mesa de juego.

La costumbre de llorar, natural en los primeros años de vida, la conservé algún tiempo después. Conforme fui creciendo, lo hice más reservadamente. Muchas veces, de niño, corrí al último cuarto de la casa para esconderme y desahogarme bajo la cama; allí permanecía, hasta que alguien fuera a consolarme. Recuerdo que un día en que había sido castigado injustamente, la abuela, fue a buscarme a éste cuarto, y casi no lo podía creer, porque nunca antes había visto que lo haya hecho con nadie; y también, porque de alguna manera sentí su protección y aprecio. Ella, como lo hacía mi padre, esperó pacientemente, extendiendo su mano para que me acerque, y así salga, lentamente del escondite.

Hubo una ocasión, en que dormido en un sillón de la sala, lloraba desconsoladamente, sin aparente razón, a tal punto que tuvieron que despertarme y para sorpresa, se supo allí, que el cierre de mi pantalón me estaba pellizcando el prepucio, lo cual causó mucha hilaridad en la familia.

No puedo olvidar tampoco, una travesura, que le hice a mi hermano Eduardo, cuando al verme con el cabello bien cortado, me preguntó ¿hermano, quién te ha cortado el pelo? Le respondí: "Yo mismo, que soy un experto peluquero". Él me dijo: "córtame hermano". Luego de sentarlo en una silla y hacer las veces de peluquero terminé mi trabajo, cuando al verse con un hueco notorio en la cabeza, me dijo: "hermano que me has hecho". Mi madre al verlo lo envió de inmediato a la peluquería, para que le arreglen el "corte". Recuerdo otra vez, que fui sólo, a la peluquería, y sin preguntarle a nadie, me hice cortar todo el cabello; luego de lo cual, no me quedaban muchas ganas para ir al colegio.

Eduardo, desde niño, fue muy bueno. Una vez, para salvarme de la paliza de mi madre, por haber roto el fondo del cajón de una cómoda de nuestro dormitorio, le pedí que dijera a mamá, que fue él quien lo había hecho. Y así lo hizo, recibiendo la reprimenda de mi madre. Lo cierto es, que el castigo me duró a mí más que a él, pues siempre llevé el cargo de conciencia por lo sucedido y la paliza que le cayó.

Mi madre, era quien se encargaba de corregirnos, y para ello no dudaba en darnos un manotazo, o un grito fuerte. Si osábamos correr para escaparnos, teníamos que esquivar el vuelo, de su bien direccionado zapato. La verdad que mamá, en ocasiones, inspiraba mucho respeto y temor; pocas veces, dejaba pasar alguna travesura nuestra, sin el castigo correspondiente.

Como era costumbre, tuvimos algunas empleadas, al servicio de nuestro hogar. En mi infancia recuerdo a Dominga, Berta, Armencia; y posteriormente, a Felicita y Dora, de las que tenemos un grato recuerdo. Con especial afecto recuerdo a Armencia, que se encargaba de la cocina. Me gustaba verla cocinar y le acompañaba y le ayudaba en sus labores. Ella me enseñó a lavar y secar platos. También cantaba con ella los boleros de la época, que escuchábamos en la radio. En especial, me gustaba cantar la canción mexicana, llamada "Cielito Lindo".

Era práctica común en aquellos días, matar y limpiar, pollos, pavos y otras aves en casa. Armencia era una cocinera experta, y más de una vez la vi cumplir cabalmente esta misión. Recuerdo la vez cuando se emborrachó a un pavo con el objeto de ser beneficiado. Fue grande nuestra sorpresa cuando luego de cortarle la cabeza al animal; éste se levantó y caminó sin dirección, y sin cabeza, varios minutos por la cocina, que era amplia.

En ocasiones Armencia me engreía mucho y me compraba, algo que me gustaba, como frutas, golosinas y a veces los sabrosos anticuchos. Ella era del departamento de Cajamarca, en la sierra norte del país. Su familia era bien instruida y se ayudaban mucho entre sí. Qué triste fue para mí saber que se alejaba de casa por su matrimonio. Este se realizó en Lima e invitaron a nuestra familia. Luego de la ceremonia, nos tomamos algunas fotografías en casa de los felices novios.

Posteriormente, nos visitó muy pocas veces. La última vez, lo hizo para presentarnos a sus dos hijas, que tenían lindos ojos claros. Nosotros ya nos habíamos mudado a la casa de la calle coronel Inclán. Ese día, al llegar del trabajo, al verlas en casa, me mostré algo frío. Había pasado mucho tiempo desde que se había casado, y ya había olvidado el dolor de su partida, y el cariño que le tuve antes, ya no era el mismo.

Fui bautizado en la religión Cristiana Católica, el 14 de mayo de 1957. Me fueron enseñadas, en casa, las oraciones principales, y mi madre acostumbraba rezarlas con nosotros antes de dormir. De niños teníamos en nuestro cuarto, frente a nuestras camas un crucifijo que brillaba al apagarse la luz. Ante él recé e hice mis primeras súplicas y oraciones.

Posteriormente recibí, los sacramentos propios de nuestra religión, tales como la Primera Comunión y la Confirmación, durante el tiempo que estudié en el colegio Champagnat, de la orden de los Hermanos Maristas, en Miraflores. Mi Primera Comunión, la realicé un 8 de Septiembre de 1965, en la Iglesia de la Virgen Milagrosa, situada en el Parque central del distrito. Lucía un impecable uniforme. Un terno con chaleco, todo blanco, al igual que la camisa y zapatos. Llevaba en la mano un rosario blanco bien sujeto, para que no se me rompa y llore, como le sucedió a mi hermano Eduardo, el día de su primera comunión.

Ese día fue muy bonito. Estuve acompañado por familiares y amigos. Marcia, y Yolvi, que eran enamorados; me llevaron luego de la ceremonia y el tradicional desayuno en nuestro colegio, a la playa la Herradura, donde nos tomamos fotos. También visité, a algunos parientes, como era costumbre. En la tarde fui invitado a la casa de Alberto de las Casas, compañero de mi colegio, que celebraba su cumpleaños. Una anécdota que no puedo olvidar, es que fui el único de los compañeros del colegio, en asistir con el traje de Primera Comunión. La verdad que resultó ser algo incómodo para mí. En otra oportunidad volvió a mi mente, este mismo sentimiento, cuando asistí a una fiesta de disfraces, vestido de marinero, y donde no me sentí a gusto.

Mis padres se educaron en instituciones católicas. Mi madre estudió en el colegio María Auxiliadora de Lima y luego en Huancayo; mi padre en La Inmaculada de Lima. Como les sucedía a muchas de las mujeres de esa época, mamá abandonó los estudios al concluir su educación primaria, cuando tenía 14 años; el fallecimiento de su papá en 1936, cuando él, contaba con sólo 42 años de edad, la obligó a ayudar a su madre en el cuidado de sus hermanos, que en ese entonces eran 6 y pequeños. Papá, tampoco pudo terminar sus dos últimos años de secundaria, porque en el año 1935, falleció su padre de cáncer y su familia atravesó desde entonces una mala situación económica. Con el fin de afrontar esta dificultad, él y sus hermanos varones, Miguel y Luis, se trasladaron a la ciudad de Huancayo para obtener algunos ingresos. Trabajó como periodista en "La Voz de Huancayo", donde anteriormente su padre y literato, Juan Luis Yrivarren de la Puente, había colaborado en la edición de este diario.

En Huancayo papá conoció a mamá. Se enamoró de ella y se casaron en 1942. Posteriormente, retornaron a Lima en 1946, al año siguiente que naciera mi hermana Marcia. Aquí se establecieron y vivieron con la familia de papá. En sus primeros años de vida matrimonial tuvieron muchas dificultades. Mamá enfermó de tuberculosis, antes de su matrimonio, y el paciente cuidado de los médicos, más la dedicación y preocupación de papá, le dieron fuerzas para vivir. Cuando parecía que no sobreviviría, fue traída a Lima y contra todos los pronósticos de los médicos que la atendían, se restableció.

Papá tampoco estuvo ajeno a las enfermedades y poco tiempo después de haberse casado estuvo a punto de morir. Sufrió una perforación de los intestinos, que debía ser mortal en aquellos días, por las limitaciones de la medicina de ese entonces. Quiso el destino que permaneciera junto a mamá, pues él también se recuperó milagrosamente, luego que le fueron aplicadas las primeras dosis de una clase de antibióticos que se usaron por primera vez en Lima.

Mi padre desarrolló cualidades y valores morales notables. Su constante búsqueda de la perfección y superación se tradujo en su buen carácter. Por ello, era consultado siempre, por sus hermanos, familiares y amigos. Su prédica era el ejemplo. Tenía el don de la prudencia y serenidad, lo cual le llevaba a tomar decisiones oportunas y adecuadas. Con mamá se preocuparon en darnos una buena formación. Siempre que podían, participaban con nosotros de la Misa de los Domingos y nos apoyaban en el desarrollo de nuestras inquietudes. Eduardo, nacido en 1955, participaba como acólito en las misas que se celebraban en la Iglesia de Fátima en Miraflores. Rafael nacido en 1951, ingresó al Juniorado en la Villa de los Hermanos Maristas en el valle de Santa Eulalia, en Chosica, mientras cursaba educación secundaria. Marcia fue invitada a seguir la vida religiosa al salir del colegio aunque no aceptó.

A Rafael lo visitábamos en la Villa Marista, un sábado de cada mes. Mis padres mostraban mucho agrado por la educación y actividades que allí recibía. Para nosotros los días de visita eran muy bonitos. Eran días de unión para nuestra familia, jugábamos, comíamos, y disfrutábamos de un día pleno, de sol y alegría, con las familias de los otros juniores. Recuerdo una travesura de mi hermana Patricia, en esos días, aunque era muy pequeña, en una actividad que se realizó en la villa Marista, con la colaboración de otros juniores, como Borea, se divertían, llenando los restos de gaseosas y completando nuevas para servir. Alguna vez, mientras estudiaba, pensé seguir los pasos de Rafael. Con el tiempo mi hermano desistió en sus intenciones, y las mías poco a poco se fueron diluyendo.

Cultivé una gran amistad con Ricardo Company Agramonte, quien nació en Julio del año 1957. Él con su hermana Carmen y sus padres Ricardo y Reneé, vivían en el primer piso, justo debajo de donde yo vivía. Ellos, en un principio vivían con la familia de la madre de René, llamada Antonieta y su esposo César. Vivíamos en el distrito de Miraflores, en la calle José González, en el número 751. Hacia el año 1964 se mudó al barrio, la familia Díaz Ortiz. El señor José Antonio y su esposa Violeta tenían una casa muy grande, con un amplio jardín, donde hoy en día se levanta un gran edificio. Sus hijos, José Antonio, Juan Carlos, Víctor, Aracelli y Miguel, eran nuestros amigos. Pasábamos muchas horas jugando y divirtiéndonos, hasta que llegaba literalmente la noche. Con quien tenía mayor afinidad, por ser más contemporáneo era Víctor.

Hugo Eléspuru Zapatero también formaba parte de este pequeño grupo de amigos. Él vivía en la calle La Paz, muy cerca de nosotros y era algunos años menor.



Patricia mi hermana, no participaba mayormente de los juegos con nosotros pues éramos cuatro años menores; y tanto a ella, como a Aracelli, las fastidiábamos, aprovechándonos de la inocencia propia de su edad y la picardía de la nuestra.

Vivíamos en un barrio residencial típico, poco poblado; donde los parques y las flores recreaban a la distinguida gente que lo habitaba, y donde los niños jugábamos libremente sin las preocupaciones que hoy en día se presentan. Era muy común para nosotros, caminar o pasear solos por el barrio, a muy corta edad; también, montar bicicleta, por largas horas, e ir adonde quisiéramos. En las calles, jugábamos al "combate", lo cual requería, de todo el material posible que simule estar en una imaginaria guerra. Usábamos cascos, cantimploras, armas, y camuflaje adecuado. Era necesario un buen estado físico para recorrer las calles buscando a los del bando contrario y no ser atrapado. También nos gustaba jugar a "ladrones y celadores", a las escondidas, a "las estatuas", y otros juegos que se presentaban en cada época.

Mi principal afición dentro de la casa era jugar con soldados. Tenía una gran colección de soldados, tanto metálicos como de plástico. Muchas guerras se celebraron en los campos de batalla de mi imaginación. La fantasía, se retroalimentaba, con los relatos de la no lejana Segunda Guerra Mundial y las películas y series que veíamos en televisión. Un buen día, mi hermano mayor, decidió regalar mi colección, aduciendo que ya no debía jugar con ellos, cosa que me molestó y entristeció mucho.

Tener carros en miniatura, y jugar con ellos, era también un pasatiempo común. Mis amigos tenían una buena colección de ellos. Cada día, organizábamos carreras de carros. Estas consistían, en lanzar el carrito por el carril delgado de la acera, contigua a la pista. Uno podía avanzar y adelantar a otro, pero debía tener cuidado en no caer a la pista, porque sino, su carro retrocedía al lugar desde donde lo lanzó.

En casa también era costumbre rodarnos sentados las escaleras. Muchas veces lo hacíamos en parejas para ver quien llegaba primero al primer escalón. Las gradas eran de madera y los continuos golpes en las asentaderas preocupaban a nuestros mayores, por las consecuencias que éste juego, podría traernos en el futuro.



En casa había un balcón que daba a la calle, el cual tenía pequeñas columnas por donde apenas pasaba la diminuta cabeza de un niño. Más de uno nos dimos un gran susto al quedar atrapados por algunos minutos. Desde allí, también jugábamos a los "espías", para ello cubríamos el balcón con lo que podíamos; sábanas, frazadas o cubrecamas y nos dedicábamos a observar quien pasaba por la acera, pensando que nadie nos veía.

En estos días de la temprana infancia, no era necesario ser invitado con anticipación para almorzar en la casa de un amigo. La situación económica parecía no preocupar a nuestros padres. Además existía mucha confianza entre nosotros, hasta el punto de poder preguntar qué plato se serviría en la mesa, donde uno iba a ser invitado, para decidir si uno quería quedarse. Las comidas eran muy bien servidas y era común, el desayuno, almuerzo, lonche y comida. Por un tiempo, nos repartían, a la casa, leche de establo en "porongos", que contenían varios litros de leche. Alguna vez vi preparar tanto queso como mantequilla, con la nata de la leche.

Durante el almuerzo se servía primero una entrada, luego la sopa, el segundo o plato fuerte y por último una fruta o a veces algún postre. En la noche se volvía a comer, pero siempre, la comida era diferente a la del almuerzo. Entre el almuerzo y la comida se podía tomar lonche, que era similar al desayuno. Por el número de personas en casa, acostumbrábamos realizar cada comida en dos turnos; primero comían los menores, en la cocina; y luego los mayores, en el comedor principal.

Hasta el año 1968 el horario escolar nos permitía almorzar en casa, para luego volver a los estudios. Cuenta mi padre, que de niño, en su casa, adicionalmente, acostumbraban cenar a las diez u once de la noche.

A pocas cuadras de nuestra casa se encontraba la Iglesia de Fátima. La bodega más cercana estaba a cinco o seis cuadras. Para llegar desde nuestra casa, al centro comercial de la avenida Larco, bastaba con caminar algunas pocas cuadras por la avenida 28 de Julio. Recuerdo las tiendas, bazares y supermercados que prosperaron en la zona, y que en determinado momento, se constituyó en el centro principal de compra de mucha gente de otros distritos. Algunos negocios vendían juguetes, y los visitábamos frecuentemente. Estábamos atentos a los modelos de carritos que llegaban cada cierto tiempo. A nuestros primos Javier y Juan Luis, les compraron un tren desarmable que lo cuidaban con un celo exagerado.

El tranvía que unía Lima con Chorrillos pasaba solo a tres cuadras de nuestra casa. Algunas veces fui al centro de Lima, y otras, a Chorrillos, para visitar a mi abuela materna, Otilia Bossio Zurita. Ella vivía con los hermanos de mamá, Guillermo, Carlos y Graciela. A Graciela siempre se le ha dicho con cariño Chela. El hermano mayor de mamá es Ricardo, y en ese entonces, al igual que Alipio, no vivían con ella, por estar casados. Allí nos encontrábamos, con la familia de mamá. Para visitarla a veces me recogía la tía Chela, y otras veces iba, con mi mamá o Armencia. En el mercado de Chorrillos, realizábamos compras para la casa. Casi siempre me compraban galletas o algún dulce. Luego, volvíamos nuevamente en tranvía.

En ocasiones nos visitaba en casa, la tía Iraida, hermana de la abuela Otilia, y que era casada con Ángel Brescia Camagni. Llevaba algunas veces a sus nietas. Una de ellas Pilar Brescia Alvarez, la reconocida actriz nacional. En otras ocasiones, la visitábamos yendo a su casa, en Reducto.

La playa, constituía en verano, un lugar de frecuente visita de parte nuestra. Recuerdo bien a la señora Violeta Ortiz, mamá de Víctor Díaz, quien nos llevaba en su camioneta a las playas del sur. La camioneta, iba totalmente llena, con sus hijos y amigos. En la playa nos divertíamos de lo lindo. Ella nos trataba, como si fuéramos sus hijos. Violeta era una madre muy responsable. En nuestros paseos, nunca ocurrió nada fuera de lugar, porque estaba atenta a cualquier percance. Reconozco, hoy en día, su mérito, por su paciencia, dedicación, valentía y alegría. No en vano, años más tarde, logró en Collique ser la primera piloto civil mujer, en el Perú.

Fui muchas veces invitado al club Lobos de Mar, del cual eran socios, los padres de Ricardo. Allí pasábamos los días, entre los baños en las piscinas y los baños de mar. Recuerdo el día en que me caí de cara en la arena. ¡Me di un gran susto! Recuerdo a la vez, con gratitud, la solicitud de René, mamá de Ricardo, que se preocupó, para que pronto pierda el miedo al agua, y en especial, en entrar nuevamente al mar. Por otro parte, pienso en lo apacible que eran aquellos días camino a la playa. Cómo olvidar la parada, casi obligatoria, que se hacía en alguna carretilla, al costado del camino, para realizar la compra infaltable de plátanos o alguna otra fruta, y que comíamos con avidez en el trayecto. En la playa, comprábamos helados, especialmente "Buen Humor" o "Esquimo". De regreso, podíamos comer, o bien papas fritas, "barquillos", o maní. Un juego que realizábamos, en el camino de regreso, era el de contar las unidades de automóviles que veíamos contabilizándolos por marcas. Cada uno se asignaba una marca y el que encontraba más de la suya en el trayecto, ganaba. Todos queríamos elegir Volkswagen porque lógicamente, había más unidades; y el que la elegía, era casi el seguro ganador. Sin embargo Víctor, quien era amante de los automóviles, siempre elegía marcas raras, pero que él conocía muy bien y le era fácil identificar. En dos oportunidades en el trayecto de la playa chocamos contra otro automóvil, aunque sin mayores consecuencias.

Otras veces era invitado al club Regatas Lima, con los papás de Hugo Elespuru Zapatero, o con la familia de Víctor Día Ortiz. Aquí aprendí los primeros conceptos de natación. El papá de Hugo tuvo mucha paciencia, para enseñarnos, primero a flotar y luego a nadar. Pronto aprendimos a desenvolvernos solos en la piscina, quitándole así una preocupación de encima y, por cierto, dándole una gran alegría. Al papá de Hugo le gustaba reunirnos y organizar juegos de adivinanza, como el divertido "caliente, frío, tibio". Este juego consistía en averiguar dónde se encontraba un billete, nada despreciable, de cinco soles, que previamente había sido escondido por él, sobre o debajo, de un mueble o adorno de su casa. Para nosotros, el premio, significaba mucho dinero, y felizmente siempre había más de un ganador.

El practicar deportes siempre fue una costumbre. Desde muy niño, con mis hermanos, primos y amigos, jugué fútbol. Me enseñaron a utilizar ambas piernas para patear el balón. Jugar al fútbol era cosa de todos los días, especialmente en verano; sea en la calle, en la cancha de tierra de la Iglesia de Fátima, o en la de asfalto de los hermanos Carmelitas. También se podía jugar en los jardines del Parque de la Reserva, antes de que se construyera el llamado "Zanjón o Vía Expresa". A lo largo de este parque, los días domingo, se organizaban muchos partidos. Una vez terminado un partido, quien así lo quería, podía jugar unas cuadras más allá, con otro grupo. Mis rodillas quedaban llenas de costras y heridas por las caídas, y golpes recibidos. A Víctor no le gustaba practicar deportes. Para incentivarlo, su papá le ofrecía, un billete de cinco soles, por cada golpe que le diera al saco de arena. Sus padres habían comprado un mini gimnasio que fue instalado en el jardín de su casa, y constituía una oportunidad para el entretenimiento. A pesar de ello, nunca le vimos a Víctor darle un golpe al saco.

En cuanto al uso de vehículos de transporte siempre hubo oportunidades para aprender nuevas habilidades en su uso. Primero usé el triciclo, luego el "patinete", el carro-patín, y la bicicleta. En vehículos con motor, conduje "Chachi-cars" en la Herradura, lo cual, me gustaba mucho y era muy novedoso. También, como pasatiempos, manejábamos carros a control remoto, sea en la cancha a las espaldas del antiguo "Bowling de Miraflores", o en la cancha del "Le Mans" en San Isidro. Cuando íbamos a éste local, el papá de Hugo se encargaba de que tuviéramos cuenta libre a nuestra disposición, tanto para el uso de las pistas como para el consumo de bebidas, golosinas y el alquiler de los carros.

La Herradura, era una playa que gozaba de gran popularidad। Fue por muchos años la preferida de los habitantes de Lima. Para ir a ella se pasaba por la entonces estrecha bajada de Armendáriz, luego había que atravesar lo que hoy es la llamada "Costa Verde", frente a Barranco. Aquí, los acantilados estaban muy pegados al mar. Tenían una espesa vegetación que los cubría bellamente. A través de sus cerros; caían filtraciones de agua dulce que servían a los veraneantes, para quitarse el agua salada que impregnaba sus sudorosos cuerpos, luego de un baño de mar. En estos días, nunca crucé a pie el túnel de la Herradura. Siempre me atemorizó oír las historias que sobre los murciélagos, y de los atropellos, robos y violaciones, que se producían en él. Este túnel era la salida obligada de esta playa y era muy estrecho.

Cerca a nuestra casa se encontraba el parque denominado Melitón Porras. Allí fui como muchos niños de la zona, a pasar las tardes de sol, en compañía generalmente de algún familiar, o de la empleada del hogar. Muchas veces acudí aquí con mis hermanos, primos y amigos para jugar y pasear. Era común, desde aquellos días, ver dando vueltas con sus automóviles, a las personas que querían aprender a manejar. También era el camino más corto para dirigirnos al Zoológico de Barranco, donde admiré, más de una vez, embelesado, las diferentes especies de animales cautivos que albergaba. En determinado momento, el transitar por esta zona, representó algún peligro para los transeúntes, y esto porque se supo, por medio de los periódicos, que se escondía en las cuevas de los acantilados el denominado "Monstruo de Armendáriz", que era un asesino prófugo. Felizmente ese temor fue pasajero, porque días más tarde fue hallado, encarcelado, y finalmente fusilado, aunque años después se dudó de su culpa.

Una vez, fuimos invitados varios amigos del barrio, a una función taurina en la plaza de Acho, en el distrito del Rímac. En ella se presentaban los personajes de las tiras cómicas de entonces, Batman, Robin, Gatubela y toda esa legión de héroes, representando ser toreros. Luego de la función compramos recuerdos en yeso de toros a escala; así como banderillas que luego constituyeron un verdadero peligro en nuestras manos.

Desde que tengo uso de razón contábamos con teléfono en casa. En aquella época se pagaba por tarifa fija y no le importaba a nadie el tiempo que uno hacía uso de él. Tanto el que habla, como muchos de mis amigos, nos divertíamos haciendo pasadas a personas desconocidas. La broma más común era preguntar algo disparatado para después colgar el teléfono.

El techo de nuestra casa, era muy amplio. Rafael lo utilizaba para criar diferentes animales, tales como conejos, pollos, y en especial palomas, a los que les daba cuidado, alimentación y mantenimiento. Esta actividad lo entretuvo por varios años y fue muy feliz con ella. Pasábamos muchas horas allí, y, me gustaba acompañarlo, y ayudarlo en lo que podía. En una ocasión organizó en la azotea un circo casero, mostrando a sus amigos, sus palomas como números de adiestramiento, que por cierto, le hacían poco caso; todo por la módica suma de un sol. Desde el techo de la casa podíamos ver los hermosos árboles de la calle, que llegaban con sus hojas a alcanzarnos. Cogíamos las ramas que luego usábamos para hacerlas sonar al agitarlas contra el viento. Nuestra azotea sirvió también en época de carnavales, como torreón fortificado, para lanzar globos de agua a otras familias del barrio. Allí nos habíamos premunido previamente, de todo lo necesario para el juego. Se jugaba carnavales todos los domingos del mes de febrero, aunque ya no tenían la relevancia de antes, en que se declaraban fiestas por tres días consecutivos.

Algunas inquietudes despertaron, poco a poco, nuestra mente. La música de los Beatles y las fiestas de nuestros hermanos mayores, con sonoras y rítmicas baladas y cumbias, provocaron nuestra admiración. Los amigos del barrio, quisimos organizar nuestras propias reuniones. Para ello compramos dulces, sorpresas y premios. La señora Violeta Ortiz nos preparó para el baile. No fueron pocas las veces que nos reunimos, en su casa. En nuestras fiestas, sólo los más osados, se atrevieron a bailar, intentando imitar los pasos del rock o twist, que sonaban con fuerza alrededor de los años 66, 67, y 68. Los demás se entretenían jugando o comiendo.

En casa, me dedicaba a la lectura de historietas o cómics, especialmente las de Red Rider, El llanero Solitario, Vidas Ejemplares, Archi. Muy pocas veces leí Susy y otros que eran considerados poco morales. En un comienzo no me gustaba leer tampoco los cómics de Superman. Era muy común intercambiar historietas o chistes entre las amistades. Casi todos los viernes y lunes, iba al puesto de periódico que se encontraba situado al final de la Avenida Nuñez de Balboa, en el cruce con Paseo de la República para comprar los nuevos ejemplares de cómics y que muchas veces eran continuación del número anterior.

Algo gracioso me sucedió un día. Yo había observado, que a mi papá le gustaba leer diferentes diarios. A nosotros nos repartían el periódico "El Comercio", y papá traía luego del trabajo, "La Prensa" y otros, como "El Correo" o "Extra". Una tarde, regresando a casa del colegio, me detuve en un puesto de diarios, que quedaba en la puerta del Supermarket, en la avenida Larco. Quise darle a papá una satisfacción. Para ello le compré un periódico que para mí era nuevo y esperaba le guste. Cuando llegué a casa, le entregué el diario, y cuál sería su sorpresa, al ver mi ingenuidad, pues le había comprado el diario oficial "El Peruano", que él leía todos los días en su oficina.

Otra distracción, era acudir al cine los días sábado o domingo. En Miraflores eran muy populares los cines Canout, Marsano, Montecarlo. También el Alcázar o El Pacífico. Para nosotros el cine Leuro, que se situaba en la avenida Benavides, a una cuadra de la avenida Larco era nuestro preferido, ello por lo barato de la entrada y por lo cercano a nuestra casa. La avenida Benavides, donde quedaba el cine Leuro, lucía muy diferente a lo que es hoy en día. En aquellos días tenía veredas más anchas y la recorría una acequia de regadío que se utilizaba para regar los jardines que tenía en ambos costados, y donde destacaban sus bancas y faroles. Mis películas preferidas eran las de Tarzán, las de piratas aventureros y las del oeste que mostraban la lucha del pueblo indio y la forma como fueron arrasados por los americanos. Algunas veces las películas al igual que los cómics continuaban la semana siguiente.

En casa me gustaba ver televisión. Durante muchos años sólo se podía ver en Lima 2 ó 3 canales. La programación empezaba alrededor de las 9 de la mañana y terminaba a las 10 ú 11 de la noche como máximo. Minutos antes que se inicie la programación, ya me encontraba sentado, mirando inmóvil y absorto, con el televisor prendido, cómo esos puntitos innumerables y movedizos cambiaban caprichosamente de forma y, que luego se transformaban, como por arte de magia en los dibujos animados, que se presentaban generalmente en inglés. Las series que me causaron gran impacto y acapararon mi atención por muchos capítulos fueron Los intocables, Patrulla 54, El Santo, Perdidos en el Espacio, El llanero Solitario, Maverick, El Fugitivo, Los Monsters, Los Tres Chiflados, El Super Agente 86, El Gran Chaparral.

Todo era muy bello y los días felices parecían no acabar. Las canciones de la época eran muy alegres e íbamos tarareándolas mientras manejábamos las "Bici-Honda", bicicleta con motor, que les compraron a cada uno, de los hermanos Díaz Ortiz. Recuerdo especialmente aquella canción que decía: "Tengo el corazón contento lleno de alegría..."